domingo, 18 de febrero de 2007

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Saturday, July 22, 2006
El agente que conspiró en México


Jacinto Rodríguez Munguía
y Alejandro Almazán

No le agradan las fotos. Mucho menos sentir esa máquina disparándole en el rostro. Y aún así, su cara terminará grabada en 192 imágenes en película de 35 milímetros. De lo que sí tiene ganas es de hablar. La conversación comienza a las 2 de la tarde con 15 minutos y terminará tres horas después.
Es un adicto al café, también a lo que siempre fue suyo: la conspiración. Y con todo lo que viene a contar, ya trae colgados varios adjetivos; uno de ellos es el de traidor.

Un día cualquiera de noviembre de 1990. La cinta de la cámara comienza a correr. Está grabando todo. Una pareja cruza la reja de gruesos barrotes de Masaryk 554, en Polanco. Él, unos 35 años; ella, sin duda menor. Alguien desde un cuarto oculto cierra la lente, el zoom se centra ahora en esa mujer de piel fina y modales dulces que se acerca al mostrador y pregunta cualquier
cosa. El ojo de la cámara se mueve ahora hacia la derecha, donde el hombre, con barba de varios días, se sienta en un negro sillón y juega con algo entre los dedos. Y en un instante lo deposita en la maceta que está a su lado derecho.
La cámara lo ha grabado todo, especialmente ese momento en que ha caído el casquillo de la pluma sobre la tierra de la maceta. El primer paso para el contacto está hecho. La mujer da las gracias, toma un folleto. Ya la espera su compañero, la toma del brazo y salen de la embajada cubana.

Apenas han salido cuando un oficial de información se acerca a recuperar el objeto y lo lleva de inmediato al embajador y jefe del Centro de Inteligencia cubano, Pedro Aníbal Riera Escalante. Sólo él sabrá cuál es el mensaje que le han dejado en un diminuto papel: "Actívese el contacto".

Ya en la calle, él, Jorge Masetti, le comenta a ella, Ileana de la Guardia, que por el momento no hay otra opción para contener la vigilancia del aparato cubano. "Teníamos que hacer contacto para que no se pusieran saltones".

De todos modos no se habrían de quitar de encima al aparato cubano de inteligencia. Claro que lo sabía Masetti, quien siete años atrás (1983) había vivido en las entrañas de este delirante panóptico, desde donde había activado infinidad de operaciones en apoyo a los grupos guerrilleros de América Latina.

Lo sabía y se lo habían dicho a su salida de Cuba, colgando como parte del equipaje la imagen de su suegro, Antonio de la Guardia, y su maestro, Arnoldo Ochoa, fusilados, acusados de vínculos con el narcotráfico.

Se lo habían dicho: "Si la CIA en México intenta contactarte, busca al jefe del Centro, Riera Escalante..."

La CIA no lo contactaría, pero el mensaje del casquillo tendría respuesta inmediata. Riera le cuelga un agente personal a través de Pedro Catela. Presto, Catela se encarga de conseguirle a Masetti y compañía un departamento en la colonia Del Valle, un coche con placas diplomáticas, y de proveerlos mensualmente de una cantidad "suficiente para vivir dos personas como cualquier pequeño burgués".

Pedro Catela no es cualquier agente. Lo había conocido en Punto Cero, ese lugar donde se han preparado los futuros guerrilleros, desde donde salían listos para encabezar las guerrillas latinoamericanas.

Ahora Catela está en México y además de trabajar para el Centro de Inteligencia cubano, tiene un puesto en la Secretaría de Gobernación, de la que entonces era titular Fernando Gutiérrez Barrios. Con Catela está otro agente cubano de nombre Montedónico, con quien Masetti ha tenido contacto en aquellos primeros años de los ochenta. Quizá por eso nunca tendría problemas con su estancia en 1990, cuando ya se había convertido en un problema para el gobierno cubano.

Masetti e Ileana sabían demasiado como para dejar dormir tranquilos a los funcionarios cubanos. Además, todavía venían salpicando rabia. Por eso Catela habría de insistir en que aceptaran desayunar con Riera. Rehuirían siempre el encuentro, sabían que serían filmados y que ese material lo utilizaría el gobierno cubano contra ellos cuando se decidieran a decir su verdad.

Terminaron por largarse de México.

Respecto a las actividades de espionaje de Pedro Riera, Lázaro Matías, secretario de Prensa de la embajada cubana en México, dijo que sobre ese tema "no hay nada más qué decir. Todo lo que necesite el caso lo ha dicho ya la
Secretaría de Gobernación de México. No tenemos más comentarios".

-Tenemos información de que, a través de la embajada, sí se realiza espionaje -se le dice.

-Bueno, si lo publican es responsabilidad de ustedes.

¿Quién es Jorge Masetti? Ese hombre que ha regresado a México a contar su verdad.

Jorge: el hijo de Ricardo Masetti, un periodista argentino que llegó a buscar la noticia a Sierra Maestra y encontró a Castro y al Che Guevara. Sus amigos. Fundó la agencia Prensa Latina con García Márquez. Murió en Argentina, comandando la guerrilla.

Jorge: el que pega en postes propaganda peronista; el que es adiestrado en Cuba por órdenes de Manuel Piñeiro, Barbarroja, otro mítico líder revolucionario; el que viaja a Europa para reclutar guerrilleros.

Jorge: el que ayuda a los sandinistas; el que se vincula con el MIR chileno; el que provee de planes y armas a los guatemaltecos y salvadoreños; el que comercializa marfil desde África para generar divisas a Cuba; el que traza secuestros y robos bancarios.

Jorge: el que mira cómo ametrallan a sus amigos en el paredón; el que saldrá huyendo de La Habana; el que Gramma, periódico oficial cubano, llamará traidor.
Y todo por la Revolución Cubana. Todo.

Y Jorge Masetti, el que vagó por México. De 1980 a 1983, por vez primera.

Espionaje.

A Fernando Comas, alias Alejandro en Cuba y Nicaragua, jefe del Centro en la embajada cubana en México, le ha llegado un mensaje urgente: guerrilleros de las FAR guatemaltecas ya no cuentan con la seguridad en el DF para almacenar explosivos plásticos.

Comas ya le tiene uso a ese cargamento: será para la guerrilla salvadoreña. Masetti, hombre a sus órdenes, es el encargado, al menos, de recogerlo.

Masetti deja estacionado su auto, el único que no tiene matrícula diplomática, en un punto acordado de antemano. Las llaves también saben los guatemaltecos dónde encontrarlas. Hecho. Ahora sólo falta llevarlos a la embajada, en Polanco. Pero Jorge, pensando que son explosivos plásticos, que no estallan si no son detonados con otros más potentes, se olvida de las
medidas de seguridad. Y se va a recorrer media ciudad de México.

Varias horas después llegará a la embajada cubana. Le abren la enorme reja.
Lleva el auto hasta el sótano. Sube de inmediato con Comas a rendirle cuentas.

-¿Y se ve algo? -pregunta Comas.

-Sí, algunas cajas en el asiento trasero.

-Súbanlas.

Mientras asciende los escalones, las manos de Masetti se humedecen. El cartón de las cajas está mojado. Abren algunas en las oficinas de Comas. No son explosivos plásticos. Es nitroglicerina. Doce cajas. Una parte de ella ya cristalizada. Es decir, un mínimo roce a la carga, y estalla la embajada y media manzana de Polanco.

-¿Y luego, Jorge? -se le pregunta.

-Después del enojo razonado de Alejandro y de pensar qué le íbamos a hacer a las putas cajas, le encontramos la broma para relajarnos. Alejandro se preguntó: ¿Cómo sería el discurso de Fidel si aquello explotara en la embajada? Coincidimos en que tendría un buen argumento contra la CIA.

Ya terminan los ochenta. Masetti platica con otro agente cubano. Las historias que cuentan son tantas como las cucharadas que vacían al café que tienen sobre la mesa. Una de ellas relaciona a México.

Publicado en Octubre del 2000 en Milenio
posted by Pedro Díaz G. @ 3:58 AM0 comments

Sunday, July 16, 2006
Voces desde el purgatorio

El sida en Santa Martha


Son 36 los seropositivos. Cada uno vive su propio averno. Porque irreversible es todo en prisión.
El sida en la penitenciaría del D.F: historias espeluznantes de realidades que a los de afuera nos parecen increíbles...
Alejandro Almazán

I
--¡Compréndalo...!
Resonante exige:
--Aquí tenemos doble sentencia. Y cualquiera de las dos te desangra el alma, te convierte en culpable... te mata.
Alejandro:
No muy alto, larga cicatriz que empieza en el pómulo izquierdo y se desvanece en la quijada; cabello intensamente negro.
Cara redonda. Limpia sonrisa, aunque ocasional.
Ingenuo, serio y temeroso. Pero en cada faceta la triste, muy triste mirada.
--Para ellos, diario es un sobrevivir. No tienen ninguna ayuda. La gente piensa: "Son presos, ellos se lo buscaron". Creen que los tratamientos son sólo para la gente decente...
Isabel:
Piel tostada, enormes ojos negros y desafiantes; cabelllera corta y largas patillas. Viste un conjunto café que resaltan esos pintados labios rojos. Esposa de Alejandro. No contagiada.

La gente aquí, en la penitenciaría de Santa Martha, se mueve: hay varias mesas atendidas por celadoras. Y charlan, discuten, firman, entregan boletas...
Habrá un caminar en un plano como de seis metros. Hasta este momento todavía es la calle, la libertad. Libertad que se pierde cuando...
Se abre una gris reja de metal y... ya: caras salvajes, despiadadas, con vestigios callejeros. Rostros de casi dos mil 400 reos que están aquí. Muchos sin fe ni moral. Pocos con esperanzas. Pero todos con una condena que cumplir.
Los pasos llevan, a través del kilómetro --donde los reos sanos deambulan--, hasta unas enormes paredes que se parten de una orilla para alojar una reja más, la última: es el módulo 8, el de los seropositivos. Hay un jardín, una fuente redonda, árboles que llegan hasta la cornisa de la torre de vigilancia, bancas de pulcro fierro pegadas a las paredes, muchos arriates y el pasto es verde.
Este sitio, con 54 dormitorios, tiene la apariencia de una casa de departamentos. Dormitorios que alojan a 36 portadores del VIH; el resto, hombres de la tercera edad.
Dos custodios y Rubén Ruiz Reyes, secretario particular del director del penal Raúl Gutiérrez Serrano, acompañan al reportero.
--¿Peligroso, no, Rubén?
--No mucho. Unos están conscientes de su enfermedad, pero a otros les vale madre...

II

Octubre 11, 1991:
Hoy, a las 10 horas, la camioneta en la que viajo con agentes de la Procuraduría General de Justicia entra por la puerta principal de la Penitenciaría
de Santa Martha. Estuve en el Reclusorio Oriente y ya me mandaron para acá: confesé ser VIH desde hace un par de meses.
Me acusan de violar a mi sobrina, de escasos, creo, cuatro años.
La condena: 15 años.
Los hermanos de Isabel, mi esposa, me tendieron una trampa: supieron que yo era seropositivo y quieren una indemnización de muchos miles de pesos, que no tengo, y compraron a un médico que reafirmó la violación, pero, dijo, la niña no está contagiada. Isabel y su madre lo saben: soy inocente. Por eso firmaron unos papeles en blanco para que me dejaran de golpear en los separos. Me reventaron con los puños el pómulo izquierdo.
Soy llevado al hospital del penal, dependiente de la dirección general de Salud. Aquí tienen a los VIH. Hay un silencio sepulcral; en las nueve salas hay como unos 50 enfermos e igual número de camas. Las camas tienen una tablita con una hoja de papel que cuelga de las cabeceras, donde se señala el nombre del preso, fecha de ingreso y qué esperanza tiene de vida.
Aterrador...
Hay quienes, con piel adherida al hueso, ya no ven, no oyen, no comen... Ya los dan por muertos.
--¡Imáginate!, eso nos va a pasar. Vete acostumbrando...--, me dice un regordete hombre que dice llamarse Evodio.
Y advierte:
--Sólo tenemos visita una vez a la semana. Casi no hay medicinas; se acaban y te dan madre y media. La comida, con mucho picante --malo para los portadores, por la irritación--. ¿Y visita conyugal?... ¡Ni soñarlo!
Enero, 1992:
Han pasado dos apelaciones y defenderme no pude: me prohíben salir del penal. Dicen que para qué, que tengo sida. El director de la penitenciaría, Chirino Castillo, me aconsejó:
--Ya no le busques, Alejandro, estás enfermo. Mejor que te cuiden aquí.
Aquí, aquí, en la antesala del purgatorio, donde cada día está peor:
En este momento entran cuatro celadores a toda carrera. Traen una camilla para ver si pueden salvar la vida del Teacher, maestro albañil procesado por robo. Como pueden lo echan en ella para llevarlo a un hospital de afuera. El Teacher ya iba muerto, nada se podía hacer.
Eso no fue todo: tuvimos que taponearlo. Y se quedó allá afuera del hospital para que la población le pudiera gritar y pegar. Hasta los dos días llegó el Ministerio Público.
La mayor parte de los VIH son de la ciudad. No hay campesinos ni agricultores. Son individuos de diferentes niveles sociales. En la sala toda del hospital no hay, a excepción de los médicos, ningún profesionista.
Muchos de los seropositivos, aunque bajan aún más sus deterioradas defensas de linfocitos T, son adictos a las pastillas tóxicas, fumar mariguana, inyectarse heroína o suministrarse cocaína.
Pero, ¿cómo les llenan su tiempo?
Aquí he visto que todos se preocupan por los demás, el VIH por el VIH. No importa que sean travestis, homosexuales, bisexuales o heterosexuales; el uno está al pendiente de la salud del otro. Si la visita trae comida se le invita al compañero, si traen Retrovir (escaso en la penitenciaría) --el famoso AZT que ayuda a fortalecer las defensas; cuyo frasco tiene un costo afuera de 700 nuevos pesos con 100 cápsulas de 100 miligramos cada una; la dosis más baja que se recomienda es de cuatro pastillas al día-- se le convidan al otro.
Agosto, 1992:
Las noticias confortables no son: la madre de Isabel ha muerto de cáncer. Me cuenta que en el velorio dos de sus hermanos dijeron estar arrepentidos de lo que me hicieron. Es tarde: la condena, irrevocable. Y para colmo mi abogado defensor, Domingo Angel Olvera, perdió el expediente y se niega a seguir con el caso.
Aquí todos están locos, pero como yo, tienen ganas de vivir. Hemos pedido un lugar más digno.
Enero 13, 1993:
Hoy inauguraron el módulo 8 como dormitorios para los VIH. Somos 42. Unos han muerto, otros salieron libres. Resido en el dormitorio 23. A mi lado vive --¿o muere?--Manuel.
Manuel: sicótico. A todos les mienta la madre y en las noches sale a gritar: "A estos criminales hay que tratarlos como se merecen, bola de perros malditos, ahora verán...". Y hay que cerrar bien las puertas porque nos puede lastimar. De día no sale, 50 años le echaron por homicida.
Junio, 1993:
Ya podemos caminar a donde sea y nos visitan nuestros familiares cuatro veces por semana. Pero los padres del Garnul --homosexual-- se llevaron una decepción: ya no aguantó más y murió. Y todavía en la boleta de salida le pusieron: libre.
Abril 20, 1995:
Las cosas están empeorando.
Ayer, a las 22 horas, Mario, que ya no comía, se le dificultaba hablar, lo deshidrataban las diarreas, que estaba enojado, que ya no se bañaba ni aseaba su cuarto, vistió el módulo de luto. Sus familiares no lo pudieron enterrar como se merece: dinero no tienen para el pasaje de Oaxaca --de donde son-- al D.F. Lo mandaron a una fosa común.
Y Manuel se trató de suicidar.
También afuera las cosas están empeorando: leo que desde 1983 hasta hoy se han registrado en nuestro país 21 mil 436 casos de sida, de los cuales permanecen vivos sólo el 39 por ciento de los enfermos. Pero estiman en Conasida, que por el retraso en la notificación, hay 38 mil 895 casos acumulados.
Han transcurrido los días y con fe firme es como se vive. Aquí los únicos amigos, pueden notarlo, son los seropositivos y los rayos del sol que entran hasta el pasillo. ¡Ah! y gatos y ratas, que también están presos...

III

Evodio: bajito, regordete, cabello lacio. Siempre con un guante negro en la mano derecha: a todos gana en el frontón. Lo acusaron por daños a la salud. Se contagió en el Reclusorio Norte por inyectarse. Tiene 22 años. Su carga vidal ha bajado: siente mucho cansancio. Habla y habla largos monólogos. Dice que no tiene miedo a morir. Pero está muy cansado. Y los médicos no hacen nada...
Y sucedió:
Evodio dejó de existir. Murió por falta de medicinas.

IV

--¿Terroristas? Sí, manito, sí los hay.
Es una voz de mujer la que sacude el patio todo y deja atrás al bullicio. Una mujer en un hombre moreno, labios de carmín, ojos juguetones, grandes, muy grandes; en unas delgadas manos, en un tórax con senos artificiales y en un rostro ya con tres cirujías plásticas.
Se llama David Tejada pero, desde que él tenía 10 años, lo conocen como Janet.
1: "Se llaman Patsi y Miroslava. Todas las noches están en el cruce de Insurgentes y Nuevo León, prostituyéndose. Tienen el rostro de Erika Buenfil. Estuvieron aquí en la penitenciaría dos meses. Se ven tan felices... Y no. Tienen VIH. Y lo andan regando. Eso es no tener madre..."
2: "Aquel, que ves allá --y su dedo índice lo dirige a un chico, no mayor de 25 años, que trae un trapeador en la mano y casi no mueve su pierna izquierda; está hinchada-- es Armando. Ese muchacho estaba en el Reclusorio Sur. Allá tuvo una riña con otro preso. Juraron matarse mutuamente. ¿Y sabes qué hizo el otro?... Un día pidió a un amigo suyo, con VIH, libre, que le corriera una aguja infectada. Quién sabe cómo la consiguió.... Y ¡qué horror!, se la clavó a Armando en la rodilla. Ahí la trae, por eso tiene esa pata de elefante. (Armando no querrá hablar con el reportero).
3: "Aquí en Santa Martha la población no tiene conciencia de que el sida te mata. A la mayoría de nosotros nos han pedido que les pasemos un poquito de sangre para que se infecten. El por qué, sencillo y demente: quieren tener nuestras comodidades. Preferiría estar en una celda común a estar contagiada. Y hay otros más despiadados: nos dan un cuchillo o una jeringa para curárselos... ¿Sabes qué significa eso? Pues que los quieren para hacerle daño a otros; encajárselos, pues.
--¿Terroristas?, los hay. Y muchos...
Janet: violado a los seis años por un tío militar. Desde los 10 dedicado a la prostitución. Contagiado, cree, por agujas. Acusado de robar 240 mil nuevos pesos. Un año y dos meses de sentencia.
Janet: "En prisión nadie está seguro. Estaba aquí otra, la Norma --salió bajo fianza--. Me hizo la vida de cuadritos. Y un día, no sé, por envidias de que a mí me seguían más los presos que a ella, empezó a ahorcarme. Si no fuera por Ismael...

V

Ismael:
Amante de Janet y compañero de causa. Bajo de estatura, playera azul rey desacomodada, jeans pegados a sus piernas que muestran una figura robusta. Lampiño, apenas y tiene unos cuantos pelos de bigote; manos fuertes con cicatrices en los nudillos.
Ismael desconoce cómo se contagió.
Pero eso no es lo peor.
Ignora que el sida es una deficiencia en el sistema inmunológico causada por el VIH, que disminuye la capacidad de las personas para resistir ciertos tipos de infecciones.
No sabe que en 1983 el virus llega a nuestro país. Que no respeta edades ni sexos. Que sus reservas se miden mediante un CD, --conteo de linfocitos--. Que si está abajo de 500 hay que tomar Retrovir --el tratamiento anual cuesta aproximadamente 33 mil nuevos pesos--.
Sólo sabe una cosa: que "de eso se muere uno".
Y cree otra: "Mi mamá me ha dicho que hay una vacuna. La vamos a comprar..."
No lo alcanza a comprender.
Sólo hay una vacuna: la información. Y dos defensas: la fidelidad y el uso del condón.

VI

Fúrico insiste Marcos al reportero:
--¿Y entonces, ya te hiciste el examen del sida?
--...No.
--Pues dónde está lo que has aprendido de la vida, el valor para enfrentar cualquier situación, por muy dolorosa que sea. Mucha gente ignorante lo solventa. Yo trabajé en una dependencia de gobierno y veme aquí --en los servidores públicos se da la más alta tasa de contagio por millón de habitante: dos mil 342--. Mi amante, Alberto, es un pintor desconocido y también es VIH --en los trabajadores del arte y espectáculos por cada millón de habitantes hay dos mil 305 casos--. Y tú, profesionista --dos mil 61 por millón de habitantes--. ¿Pues dónde tienes los güevos?, ¿eh?... Confesarlo no es fácil. A muchos nos falta valor...

Marcos se contagió en el Reclusorio Norte.
Fue en 1992: con un homosexual, su pareja, libre ya.
Marcos es bixesual. Tiene 15 años de condena por un robo que asegura, sin pena alguna: "sí cometí".
Fue en 1992...
Un custodio llega con un papel en la mano. Pregunta:
--¿Tú eres Alberto..? ¿Y tú, Marcos..?.. Pues ya se chingaron: tienen sida, por andar de jotos...
Marcos:
--En ese momento quise matar al custodio. Te lo dicen como si hubieras reprobado un examen en la escuela y te van a poner orejas de burro. Y no es así. Decirte que tienes el VIH es una bomba tamaño Acme, que, mínimo, creo, la debes de aguantar con una sicóloga a tu lado.
Marcos tiene dos pequeñas manchas color café en su faz: una en su recta nariz y otra debajo del abultado bigotillo: es el sarcoma de kaposi, síntoma de la enfermedad y que a muchos los convierte en verdaderos leopardos. Trae puesto un short azul rey mientras el sol sigue alumbrando la copa de los árboles. Su dorso está descubierto y muestra en el antebrazo un tatuaje compuesto por varias figuras, de las que sobresale el nombre de Naty.
--¿Naty?, ¿alguna novia?
--Mi esposa.
--Y ella ¿qué dice a todo esto?
Fue en 1992... Y fue una catástrofe:
A Naty y a sus dos hijos les ha llegado el rumor: Marcos tiene sida...
--Sí, hija, es cierto...
Se acerca uno de los hijos de Marcos, el mayor, de 13 años. Y le dice:
--¿Papá, y si yo fuera homosexual, me aceptarías?
Marcos:
--Qué les podía responder en ese momento. Nada. Sólo les besé la mejilla y me fui llorando a mi celda porque al otro día me trasladaban a Santa Martha. Y Alberto saldría libre. Ahí perdí a mi familia. Los he visto dos o tres veces. Alberto es el que viene a verme todos los días de visita.
--¿Quince años, Marcos? ¿Miedo a morir aquí?
--El estar programado a un ciclo de vida no es agradable, pero ni modo. Debes aprender a sortear todo. Yo me calculo unos cinco años de vida. Y si aún no me muero cuando esté libre, me voy a tatuar en el pecho las letras VIH, para que sepan que lo tengo. Así les deberían de hacer a todos los portadores, tatuarlos, para que no anden regando esa madre.
--¿Qué dirías al lector, Marcos?
--Que se olviden del sexo. Hay mucha gente que lo tiene y no lo sabe. Hay gente que no tiene consideración del prójimo y de ojetes lo contagia. ¡Ah! y váyan a hacerse el examen...

VII

El Brasil: no es una persona, tampoco un ser humano. Sólo es un individuo en espíritu, absorbido por ese terrible monstruo del VIH, que en diferentes categorías le desaparece los músculos, el cerebro y el alma.
El Brasil: el omóplato, clavículas y hombros enjuntos: el tórax se le ha comprimido. Nadie sabe cómo vino, qué hizo, cuántos años le echaron... Sólo saben dos cosas: es de Río de Janeiro y antes era todo un líder para ellos, pero se lo llevaron al Reclusorio Sur y lo trajeron así, ido.
El Brasil: amenzó a un custodio. Le exigía al antiguo director, Gómez Huerta, que vinieran los de Conasida y Derechos Humanos. Nunca sucedió.
El Brasil: camina con mucha dificultad; sus dedos cabezudos, como palos para tocar el tambor, la espalda encorvada, la cintura muy reducida... Ya no puede ni hablar.

VIII

Gonzalo:
El más pícaro de los seropositivos de Santa Martha. Tiene un mirada záfira, bigotillo abultado, brazos fuertes y tostados: habla y habla sin parar. Su platica se resume así:
Que el sida te mata sicológicamente, que ya no es el mismo cabrón movido de antes, que extraña sus cotorreos en las colonias Roma y Condesa, que cambia las diazepán que le dan en el hospital por cigarros de mariguana, que está loco, que todos estamos locos, que si ya está enfermo y sabe que se va a morir pues para qué deja el vicio, que ha tratado de suicidarse tres veces, que ha hablado con Dios y que su mensaje para la gente es: "Si están contagiados, párenle, no anden regando eso, no sean tan mierdas".

IX

1994:
Alán: homicida, 25 años de condena.
El doctor del hospital de Santa Martha, Benjamín García Natareth, ha salido de vacaciones.
Alán necesita medicinas. La depresión lo ha llevado a la locura. Pero García Natareth dejó claras las instrucciones: nada de Retrovir, puros diazepán.
En la madrugada del 19 de octubre Alán sale gritando de su cuarto. Sus ganglios de están inflados.
Y explotan.
Y muere.
Pregunta a un médico del hospital de Santa Martha:
--¿Y por qué no se les da el medicamento adecuado?
--Sí se los damos...
--Ya han muerto muchos.
--No, nomás como unos cuatro...

X

El trayecto, ahora, hacia el dormitorio número 49, el de Gilberto Castillo.
El dormitorio o cuartel, como le dicen los presos: cueva apestosa en las que la higiene ni la ventilación existen. El olor acre a suciedad es tremendo. Se ve oscura por la pintura que tiene, es tétrica. Hay cuadros de la virgen de Guadalupe colgando de las paredes, comida por doquier. Y una gota de agua cae al lavabo con un monótono sonido.
El sitio es inhóspito: al entrar se siente frío, dan ganas de arroparse. El piso es de cemento con una coladera grande en el centro; está muy resbaloso y baboso.
Gilberto sale a la defensiva:
--No tengo humor de nada ni de arreglar la pieza, al fin tengo mucho tiempo para hacerlo en el futuro. No creo que me saquen ni hoy ni mañana, así que ¿para qué me apuro?
Gilberto no tiene mucho tiempo aquí --un año dos meses--, pero ya se acostumbrará: lo sentenciaron a 17 años. Su delito: violación.
Su cara, atacada ya por el terrible sarcoma de kaposi. Habla lo necesario. Quizá se acostumbró a actuar así: trabajó 15 años como empleado de confianza en la Central Camionera del Norte.
Tlaxcalteco y algún tiempo fue campesino. Su pareja, con la que vivía en unión libre, también está contagiada. A ella la conoció en su pueblo --hasta 1990 se habían registrado 224 casos en las comunidades rurales en todo el país--. Y no sabe qué ha sido de esa mujer. Vive con el VIH desde hace un par de años.
--Mucho tiempo estará aquí, Gilberto, ¿anhelos de salir?
--Da lo mismo. Dios ya dispuso. Y creo me voy a morir aquí. En la vida todo se paga. Y yo lo estoy pagando. Desgracié a esa jovencita. Creo que la contagié. Y aquí estoy esperando a que me llegue mi hora...
Gilberto guarda silencio. La salida será casi obligada.

XI

El, Ramón; él, el trailero; él, el drogadicto desde los 13 años, se contagió con una aguja en alguna parte de la carretera.
--Y siempre había agujas con los compas.
Cuando Ramón cae a la cárcel por fraude a una empresa camionera, en el 91, le detectan el virus.
Ramón:
--Y vinieron las desgracias. En toda la colonia --la Pencil-- ya tachaban a mi esposa de sidosa. Y no. Ella no está contagiada. Es un milagro... Y mis hijas, chiquititas, ya ni en el kínder las querían recibir.
--El rechazo, siempre el rechazo social, ¿no, Ramón?
--Sí. En este pinche país no podemos decir que tenemos esto o lo otro porque ya te están juzgando. Es gente que te mata sicológicamente. ¡Pues qué la pinche gente no piensa!
Ramón es coordinador de la limpieza en el módulo 8. Lleva cuatro años de los seis a que lo condenaron. Tienen un problema en el fémur derecho: "Tuve principios de poliomelitis y me dieron cuatro balazos". Su mayor anhelo: salir ya.
--¿Le dirías algo a la gente, a los que los discriminan?
--Sí: no somos distintos, somos iguales, sólo que con un virus dentro de nuestro organismo.

XII

El soldado Rafael, placa número 504, tiene una última misión en el ejército: operativo antinarcótico en la sierra de Sinaloa.
Pero a los dos meses de estar en las montañas, 18 soldados, entre ellos el 504, encuentran una planta de fabricación de goma de opio.
Uno de ellos sugiere: "Yo creo conveniente que nos piquemos, si no, no la vamos a ver llegar..."
Sale...
Al bajar, el servicio médico del ejército les hace a todos ellos la prueba de Elisa (del inglés ensyme likend inmunosorbent assay, ensayo enzimático inmunoabsorbente; prueba del laboratorio que se aplica para detectar el VIH).
Todos saldrán contagiados.
Rafael:
--Y ya no pude entrar a la Defensa Nacional, dijeron que era por mi enfermedad. Ahora sólo gozo de los beneficios que me brindaron en la Sedena: atención médica cuando quiera. Pero aquí encerrado, por daños a la salud, con 9 años de condena, 4 cumplidos, ¿los tengo?

XIII

--¿Está aquí Sebastián...?
--Sí, aquí estoy --gritó el interesado--. ¿Dé que se trata?
--Te vas libre--, dijo el custodio.
Bajó Sebastián a la carrera.
--No tengo nada--, dijo.
--Bueno, pues vámonos.
Le dejaron al director del penal una tarjeta para que lo diera de baja y Sebastián se fue de prisa.
--Fíjate --dijo el entonces director del penal, Chirino Castillo a Gonzalo--, qué bueno que se va este sujeto, ya me tenía hasta la madre. Igual que tú, siempre alegando por la comida. Por lo menos ya no se va a morir aquí. Ahora que vaya a infectar con su sida a media humanidad en la calle.
--Yo creo --señaló Gonzalo-- que lo deberían de mandar a un hospital a tratarse el VIH, en bien de él, de su familia, del prójimo, si no, como es gay, vaya a hacer una contaminación por donde ande.
--Mira --replicó el director-- que se vaya de una vez y todos contentos.


1995
posted by Pedro Díaz G. @ 4:11 PM0 comments

Friday, June 02, 2006
Entre amazonas/Pérez Cruz



Emiliano Pérez Cruz



No se le ocurrió a Fidel -aunque a él le quien interesaba llegar temprano a su trabajo- sino a Evelia, su mujer. Por lo general salían, ella descendía en la estación del metro Pino Suárez y transbordaba hacía la estación Allende, luego caminaba por la calle de Tacuba hasta la tienda de ropa íntima donde era empleada de mostrador.

Fidel tenía que ir hasta el metro Tacubaya, transbordar y bajarse en San Antonio, marcar tarjeta antes de entrar al supermercado y cumplir las horas de rigor para ganar el salario.

Pero más que otras veces, el insomnio hizo presa a su persona; en reiteradas ocasiones el jefe de personal amenazó con despedirlo si continuaba llegando tarde. Cómo tardaba en acudir a los llamados de Evelia para que despertara, se diera un baño mientras ella arreglaba a los chiquillos, y los llevaba a casa de su madre para que los mandara a la escuela. Regresaba y Fidel apenas estaba en la primera enjabonada.

Salían corriendo, aceptaban irse encuclillados en el pesero y desesperaban ante la tardanza para que los dejaran entrar a los andenes del metro Pantitlán. De pilón, Evelia tenía que viajar con él en la sección de hombres, aguantando los frecuentes manoseos para que su marido no fuera a echar bronca y resultara golpeado.

De cualquier modo, a la hora de la cena ella lo ponía al tanto de lo que él no había visto, y Fidel recriminaba acremente su discreción:
-Me hubieras dicho para partirle su madre a ese desgraciado manolarga...
-¡Pero si no nomás era de mano larga...! Además, bonita me hubiera visto viendo cómo te peleabas, quién sabe si con el riesgo de que también me dieran un mal golpe.

Pero los maloras no la dejaban en paz; el acabose para Fidel fue cuando Evelia dijo:
-Ahora si te iba decir, pero vi que el cuate ese iba con otros tres. Ganas no me faltaban para desgarrarle la cara con las uñas; figúrate, de plano hasta las anginas, hasta la campanilla me testereó el hijo de su madre...
-Ya ni la amuelas, no se para qué me cuentas, ora que ando con tanta preocupación. El jefe ya me trae de encargo y yo que no puedo dormir. De plano voy a meter la renuncia y con lo que me den pongo un puesto en el tianguis; tú también te sales de trabajar.
-Y mientras pega el negocio nos morimos de hambre, ¿no? Mejor te vas por tu lado y yo por el mío; por el de las mujeres una entra mas rápido, con menos riesgo.

Pero Evelia hablaba de dientes para afuera: si dejaba solo a Fidel -había pasado en otra ocasión- era capaz de quedarse dormido y con una falta más lo pondrían de patitas en la calle: estaba advertido.

Fue entonces cuando Evelia sugirió:
-¿Y si me llevo el muñeco de trapo que me regalaste el día de mi cumpleaños? Lo envolvemos en una cobijita de bebé y entras conmigo a la sección de mujeres. Una vez, cuando la niña estaba chiquita, te dejaron pasar los policías. Yo me voy por delante, haciéndome la desentendida, y tu alegas que te pueden aplastar el niño, ¿cómo la ves? El día que no pegue, ni modo, nos vamos del otro lado y ya.

****

Así lo hicieron, y para que los policías no sospecharan pasaban por diferentes entradas. Fidel empezó a reconsiderar su actitud respecto a las supuestas comodidades que el vagón de las mujeres ofrecía a las viajeras subterráneas.

Ya Evelia había comentado varias veces que era nada agradable ir en esa sección, aunque las agresiones sexuales eran menores. Se quejaba de la suerte que tenía...
-Para que las marimachos me echen el ojo; esta semana me tocaron dos, ya me habían dejado descansar un rato; a la última le di un pisotón: pensé que le había clavado el tacón; pero le arriesgue, porque me han contado que son igual de agresivas que los hombres.

Ni hablar: de los males, el menor. No iba exponerse a regresar sola, aburrida y cansada entre puros hombres, aburrida y cansada cuando todavía tenía que llegar a bañar a los chamacos y dejarles todo listo para su ida a la escuela.

Aunque menores, las dificultades para llegar hasta el andén eran casi las mismas en la sección de mujeres, el abordaje del convoy se les facilitaba y no faltaba la señora acomedida o alguien que se prestara a cargar al bebé (era en ocasiones como esa en que Fidel sudaba como un condenado), alegaba que no, que era muy sensible y que podía despertarse y luego quién lo calmaba, que tenía que llevárselo a su mamá para que le diera la teta y que luego lo traería de nuevo a la casa y así otra vez, hasta que cumpliera con el amamantamiento cotidiano de rigor.

-Huy, pus qué mamón... el chamaco, no usté - llegaron a decirle.

Evelia, haciéndose pasar por una pasajera más, le hacía plática hasta Pino Suárez, donde bajaban los dos, cuidaban que nadie los reconociera, entregaba el bulto y regresaba a esperar el siguiente tren.

*****

Una de las cosas que más llamaba la atención de Fidel, era la diversidad de aromas. En el vagón de los hombres (por lo general), llegaba el olor a pies sudados, a cuero de zapatos baratos remojados, a sudor rancio y a grasa del cuerpo envejecida:

-Cada uno pone su dosis de pestilencia, se me hace que los humanos somos los que más fuerte olemos, y luego le andamos cargando milagritos a los zorrillos: de perdis ellos no usan metro ni creo que se soporten unos a otros. Pero nosotros, a güevo.

-Eso que no nos han olido a las viejas. Ahí sí se pone insoportable el aroma -le decía tiempo atrás Evelia, cuando tocaban el tema, y de exagerada no la bajaba su marido.

-Pues aunque no me lo creas -replicaba-. A mí me ha tocado ver que ustedes siempre van con el pelo seco, yo creo que muchos ni se bañan en las mañanas, pero el vagón de las mujeres huele a perro echado a remojar, a plantas de pies apestosas como a vapor general. Y no se diga en tiempo de calor, cuando todas vamos sudando. Lo mismo se confunde el Avón que el Chanel. Luego suben viejas muy modositas a las que parece que ni los pedos les huelen, pero nomás alzan los brazos y pútala, a vil caño vaporizante. No sé, yo creo que cada quien soporta un aroma distinto al suyo. Tú te quejarás, pero deberías de sentir la patada a Kotex: una que es mujer sabe lo que es eso y lo que abochorna cuando se juntan varias que andan en sus días. Y si ustedes se dan codazos y mientan la madre con los arrempujones y las prisas, acá nomás deberías de oír, parece que no, pero nosotros tenemos un repertorio más grande para insultarnos.

-Pero pus para uno debe ser bien rico ir entre puras chavas, ¿a poco, no? Cuando menos debe ser menos brusco el trato, no que luego eso de que te vayan apachurrando y que no puedes ponerte al brinco porque no sabes como va a reaccionar el vecino... Y de menos están a salvo de los carteristas.

-Eso crees tú: me ha tocado ver a dos tres pobres chavas, que de repente se ponen como locas y empiezan a gritar auxilio, auxilio, ya me cortaron la bolsa, auxilio, y voltear a ver para todos lados y nadie se da por enterada. "Ay, eso les pasa por pendejas, no escarmientan: siempre traen todo en su bolsa, ni que se les fueran a enroñar las chichis si se ponen el dinero en el brasier", dijo una vez una viejita, que tú la veías y se parecía a Sara García.

***

El truco del muñeco funcionaba (y lo ponían en práctica cuando el tiempo apremiaba de verdad). El miedo inicial que sentía Fidel fue superado y por medio de miradas se comunicaba con Evelia, que en ocasiones quedaba en la siguiente puerta debido a los empellones. Se divertían de lo lindo, y más que el tratamiento que Fidel iniciara a base de yerbas comenzó a surtir efecto hasta derrotar el insomnio que lo aquejaba.

Ya no andaba como zombi, con los ojos enrojecidos y la presión alta; le ayudaba en los relampagueantes quehaceres matutinos a Evelia, y salían con el muñeco cuidadosamente arropado, no le fuera a dar un aire. Cuando veían que los pasillos estaban desahogados buscaban un rincón para ocultarse de las miradas y guardaban el muñeco en una bolsa de plástico.

-Veras, como un día de estos se nos ahoga- bromeaba Evelia y entraban al vagón siguiendo las instrucciones del marido: pasas de costado y rapidito para que te acomodes en la puerta y ya sabes, de espaldas a ella si no quieres que te trasteen.

No se piense que por las comparaciones que hacían, Evelia disfrutara del trayecto hasta la estación de trasbordo. En no pocas ocasiones llego al baño de la tienda a vomitar y ponerse unas hojas de yerbabuena en la nariz, para despejarla del rudo aroma afianzado a su olfato.

-Pa’ su mecha, de veras que está pudriéndose el país. Ya ni para jabón nos alcanza, pero de perdida deberían lavarse la cueva del zorrillo -así llamaba a las axilas-, ya no por ellos, si no por los que vamos en el mismo vagón, comentaba a sus amigas del trabajo. Le preguntaba a Fidel si no le sucedía lo mismo, pero a él la variedad de aromas no la molestaba.
-Pero sí me ha pasado una cosa: como que las mujeres son más canijas para eso de los peditos. Me cae que en los vagones de los hombres, no si te has dado cuenta, de repente empieza a apestar y nadie se da por enterado, como si solito hubiera llegado el olor, como un pasajero más...

-No seas hablador, claro que se dan por enterados y hacen más alboroto, tanto que luego-luego empiezan con sus majaderías...
-Pus si no lo digo por eso, sino por que el que los soltó no avisa, es a la sorda, pero con ustedes me ha tocado que se oyen como ametralladoras, otros como bombazos, unos salen como si hubieran soltado un rugido, y hasta hay unas requete tiernas que clarito le hacen: ¡miaaauuuu!, como si hubiera salido un gatito recién nacido...

-¡Oh, ya cállate, no seas asqueroso Fidel, cómo te encanta acordarte de tanta porquería.
-¡Ay sí muy delicada! Te apuesto que eres una de las que se echan sus periquitos. Y no faltan aquellas que parecen susurrar: "tuuuyohhh". Dicen que los silenciosos son los que más pegan en la nariz, pero otros como que no te los esperas en un lugar donde hay tantas mujeres tan bonitas.
-¡Ay sí, ni que las bonitas no tuvieran por dónde, tú!
-No, pus si yo nomás digo, ¿no? Dice el dicho que más vale perder un amigo que un intestino, yo creo que sí hace daño aguantarse, ya vez los retortijones que dan a uno luego.

***

Evelia y Fidel iban cada uno por su lado cuando el teatro del muñeco se les cayó. Fue a causa de esa señora remilgosa que comenzó a protestar desde los pasillos:
-Este es para puras mujeres, pus qué, ¿A ver que hace usted aquí?

Fidel sintió igual que cuando pusieron en practica la idea de su esposa, pero ya para entonces tenía tablas:
-No sea díscola, señora, traigo a mi hijo, y si me voy de aquél lado me lo apachurran.
-Pus si quiere démelo y se lo doy a la bajada; usté váyase con esa bola de brutos: qué tiene que andar metiéndose donde no lo llaman.
-Mire, qué fácil, ¿no? A usted qué, si el poli ya me dio permiso y nadie se me ha puesto al brinco. Estamos en un país libre, señora, y tengo derecho a cuidar a mi ñiño, ¿A poco, no?

Nadie respondió, y eso acrecentó mas las puyas de la mujer:
-El niño es puro pretexto, pus qué: nunca faltan los mañosos que se quieren sentir gallos en el corral.

Fidel caminó de prisa para no perder de vista a Evelia. Llegó hasta el anden pero le tocó una puerta más atrás que a su esposa, y para colmo de males con aquella anciana de agradable apariencia pero humor de los mil diablos.

-Oiga poli, dígale a éste que se vaya -comenzó de nueva cuenta, antes que las puertas cerraran.
-No sea así, madrecita, ¿que no ve que trae niño de brazos?
-No me diga madrecita, que por eso no me case, para no traer engendros al mundo.

Ante que el policía pidiera reaccionar la puertas se cerraron y comenzó el martirio para Fidel: la anciana se hizo eco en un grupo de chiquillas, adolescentes de secundaria, que comenzaron a hostigarlo:
-Que se vaya, que se vaya -alternaban los gritos relajientos con manoseos que Fidel no acertaba a quitarse de encima o con acercamientos de los senos juveniles hasta sus manos, ocupadas en mantener oculta la identidad de su carga envuelta en un cobertor.
-Papacito, ¿de quién son estas cositas? -pregunto una voz y Fidel reculó como si hubiera recibido una descarga eléctrica, balbuceando enrojecido:
-Órale, no sean mandadas, chamacas. Estense quietas.

Pero a cambio obtuvo una caricia en las nalgas que la hizo atragantarse con saliva; pero fue peor cuando alguna con vocación de proctóloga intentó anal... izarle las cercanías de la próstata: comenzó a toser intensamente y tuvo una sensación de asfixia que provoco la carcajada general y enseguida gritos de:
-Ora yo, yo -hasta que una voz anónima interrogó:
-¿Quién dijo yo y nos lo cogemos?
-¡¡¡Yo, yo, yo!!! -clamaban las amazonas y soltaban la carcajada.

Una señora ocupante del asiento individual se condolió de Fidel y del niño: sin que mediara palabra alguna le arrebató el envoltorio de las manos:
-Cómo será desconsiderado: con este calor y así de arropada, se va a’hogar la criatura -dijo y comenzó a aligerar el bulto.

Gruesas gotas de sudor perlaron la frente de Fidel y creyó desmayarse cuando escuchó decir:
-¡Desgraciado, no es un niño: es un muñeco de hilachos!

A la sorpresa inicial siguieron gritos de:
-¡Pamba, pamba, pamba por mañoso!
-Este es un mañoso, ratero, carterista, llamen a la policía!

***

-Tú y tus ocurrencias -recriminaba Fidel a Evelia mientras recibía toques de mertiolate en los rasguños recibidos; sentados en una banca del jardincillo ubicado en Izazaga y Pino Suárez, comenzaron a reír.

-¿Por qué no me defendiste? Eres bien canija.
-Capaz que me dan una arrastrada por alcahueta -respondió Evelia-. Preferí jalar la palanca y llamar a los policías.

Decidieron no ir a trabajar e irse a un café de chinos.

-Tenemos pretexto...
-Y rasguños como seña en la cara de que no es invento... Chance que también en la próstata -añadió ella, socarrona. Fidel se sonrojó.

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Wednesday, May 31, 2006
Dinero prestado/González

A esta casa de empeño no sólo se viene para salir de un apuro urgente, para pagar medicinas, renta, comida, ropa o vacaciones. Una joven entra para dejar un reloj de oro que le regaló su ex novio. Ahora, a cinco meses del rompimiento no quiere saber nada de él. No piensa refrendar su préstamo y lo dejará a la venta.
Álvaro González

La mujer sacó dos collares y un par de aretes de una pequeña bolsa negra de tela metida en su monedero. Entregó al valuador el regalo que le dieron sus padrinos el día de la fiesta de sus quince años. El valor sentimental de las joyas que trae a la casa de empeño Prendamex es grande, dice, pero por ahora eso se olvida, pasó el mes de julio y debe pagar la renta de los dos últimos meses.

El valuador las observa a detalle mientras la mujer se recarga en el mostrador. Pone una gota de ácido nítrico sobre las joyas y descubre su autenticidad y kilataje. Hace la valuación y Blancaparece satisfecha porque minutos después recibe el préstamo y firma el contrato. La operación apenas dura unos minutos. Las condiciones son las siguientes: si decide que la prenda continúe empeñada tendrá que renovar un contrato cada tres meses y se le cobrará intereses de aproximadamente 3.5 por ciento añadido al monto prestado. Si no tiene el dinero para desempeñar su prenda, ésta pasará al mostrador que está frente a la ventanilla de empeños para ponerse en venta.

“No me gusta atrasarme, hoy lo hice, acaban de despedir a mi esposo, pero con esto alcanza para la renta... aunque esperaba que me dieran más porque es joyería fina”. Esta era la primera vez que Blanca acudía a una casa de empeño, de hecho creía que las únicas instituciónes que prestaban dinero eran el banco y las cajas populares.

En México el mercado prendario está presente en poco más cuatro millones de familias: 2.5 acuden al Monte de Piedad y 1.5 a Prendamex, las dos empresas privadas más grandes que realizan esta actividad en el país. En el 2002, las 140 instituciones de asistencia privada que existen, ofrecieron a la gente préstamos que sumaron 6 mil 762 millones de pesos. Verdaderos motores de le economía.

En Prendamex solamente se recibe joyería y oro. A diferencia del Monte de Piedad, donde se empeñan electrodomésticos, muebles, automóviles y préstamos hipotecarios, además de joyería.

No pasan más de diez minutos en la sucursal de Plaza del Sol cuando llega otra mujer. Su camioneta Lobo de modelo reciente se estaciona en doble fila en una de las calles aledañas. La acompaña su hija, que se queda dentro del auto.

Camina rápido y desde lejos se alcanzan a escuchar sus tacones. Más cerca, el pelo teñido de negro luce con unos lentes negros que se ha subido en una especie de diadema. Lleva pantalón rojo y una blusa blanca con los dos últimos botones desabrochados y un bolso en su mano.

La valuación tarda apenas unos minutos, los mismos durante los cuales su hija habla por celular dentro de la camioneta. La mujer sale del lugar y mete el dinero en el bolso al momento que niega una entrevista.

El sitio vuelve a quedar solo. Han entrado en la última media hora dos personas a ver la joyería que se vende en unos sencillos aparadores. “He venido varias veces a ver cosas para mi novia. Me gusta comprar aquí porque resulta más barato que en cualquier joyería” dice uno de ellos envolviendo su mercancía. Otros sólo observan.

Cerca de la hora de cierre, un hombre que viste traje color marrón se acerca al policía que cuida el lugar y le pregunta el horario del lugar. Al ver que falta poco y no alcanza a hacer su operación se retira.

Al día siguiente una señora trae un par de collares que el valuador rechaza. Con un niño en brazos se retira de la sucursal para tomar el camión. En la parada explica que necesitaba el dinero urgentemente para comprar unas medicinas que neceita su hijo que no encontró en el Seguro Social.

Sin embargo, a esta casa de empeño no sólo se viene para salir de un apuro urgente, pagar medicinas, renta, comida, ropa o vacaciones. Una joven entra para dejar un reloj de oro que le regaló su ex novio. Ahora, a cinco meses del rompimiento no quiere saber nada de él. No piensa refrendar su préstamo y lo dejará a la venta. No dice su nombre por miedo a que su ex pareja se entere. En tres meses más el reloj regalado en su cumpleaños visitará los aparadores. “No te puedo decir cuánto me dieron, pero me urgía deshacerme del reloj. Cuando lo veía me enojaba porque me acordaba de él”.

La clase media y alta se ha apoderado de Prendamex. “Una vez llegó un señor con un reloj Rólex de oro y le dimos 30 mil pesos, es el más alto precio que he valuado”, explica Jaime Ríos, valuador que también trabajó para el Monte de Piedad. “Normalmente la gente trae buenas joyas, muy pocas veces me he encontrado con mercancía chafa”.

Prendamex nació en 1996. En siete años ha abierto más de 170 sucursales en el país, 90 más que el Monte de Piedad que cuenta con 80. En Guadalajara comenzaron operaciones en noviembre pasado. En menos de un año han abierto cinco sucursales en distintos puntos dentro de la Zona Metropolitana. “Es una institución fuerte y tenemos muchas ventajas con respecto a otros lugares de empeño. Los objetos están asegurados mientras se encuentran en nuestras bodegas. Las joyas son muy bien tratadas, se sellan y se etiquetan frente al usuario y sólo la persona que lo empeñó puede venir por sus prendas”, dice Laura Elena Márquez, Gerente Regional de la Zona de Occidente.

Márquez explica que el éxito de las casas de empeño en México se debe a que se trata de una especie de crédito a corto y largo plazo, según lo desee el cliente, que se da rápido, sin tantos trámites y estudios socioeconómicos, dando a la gente soluciones urgentes cuando el dinero hace falta.

En el Monte de Piedad el ambiente es muy distinto. En su tienda se ofrece discman a 200 pesos, reproductores DVD a 500, televisores, salas, cámaras de video y fotografía, salas, computadoras, aparatos electrodomésticos, paquetes de 15 discos compactos de distintos géneros (predomina la música de banda y ranchera) a 300 pesos y de 7 DVD a 700 pesos, todos sin ningún tipo de garantía. El aparador donde se encuentran las joyas usadas es el más concurrido.

A una puerta de distancia se encuentran las ventanillas de empeño y desempeño. La fila de pignorantes es larga y casi llega a la calle. “Y cuando terminan las vacaciones hay todavía más gente, ahorita está solo”, dice uno de los guardias de seguridad. Cada una de las cuatro líneas tiene cerca de 50 personas, la dedicada a la joyería, otra a los electrodomésticos, una para el desempeño y la más larga, la del refrendo para seguir con el empeño, trámite que se hace cada cuatro meses en el que se incluyen intereses y gastos por almacenaje. Una de las políticas del Monte de Piedad es que la prenda no puede ser refrendada más de tres veces.

Afuera de la sucursal los coyotes se mueven rápido ofreciendo mejores precios. Alrededor de diez cercan la sucursal ubicada en la Calzada Independencia y Dr. R. Michel es cercada a cuadra a la redonda.

Los clientes pocas veces mantienen relación con éstos y prefieren lo seguro. “Un día un primo vino con ellos y perdieron su mercancía sin pagarle un peso.” El hombre viste pantalón de mezclilla y carga con un televisor marca Sony de 20 pulgadas. Un policía le abre la puerta al notar que apenas si puede mirar. 40 minutos después sale con el efectivo, dice que no es mucho pero le hace un “paro” para llevar adelante esta semana. “Espero que pronto me paguen unos trabajos de carpintería que he hecho para venir por la tele, porque si no ¿dónde voy a ver el futbol?”

Los llamados bancos de los pobres, ahora no lo son tanto. Sin embargo, siguen siendo parte fundamental de la dinámica económica en México. El giro prendario representa para el país un mercado de seis mil millones de pesos, según el presidente del Consejo de Administración de Prendamex Roberto Alor Terán en una entrevista concedida al periódico Reforma. Mientras que el Monte de Piedad realiza anualmente trece millones de operaciones de préstamos. El dinero se mueve.

posted by Pedro Díaz G. @ 4:49 PM0 comments

Banda Chilanga, chilanga banda/Soto

Sin duda ninguna tocada podrá compararse con esa noche en el Distrito Federal, porque no es lo mismo corear con Café Tacvba “Chilanga banda” al lado de miles de chilangos que hacerlo con miles de tapatíos, por muy miles que sean, o cantar “El metro” en el corazón de una ciudad con once líneas cuando en mi rancho apenas hay dos de Tren Ligero

José Soto

La plancha del Zócalo es más grande de lo que aparenta. Puedo confirmarlo. Cuando parece que está llena, una sonda mística la ensancha y permite que la marea humana se extienda incluso a las calles colindantes a la plaza de la Constitución, en el corazón de la ciudad de México.

Puedo confirmarlo, repito, porque yo estuve en la celebración de los 16 años del Café Tacvba. Y no lo vuelvo a hacer.

Fue el sábado 4 de junio, dos días después del concierto de Nine Inch Nails en el Palacio de los Deportes. Se trataba de romper el récord implantado en la presentación gratuita de Chayanne, el músico puertorriqueño que convocó a 130 mil personas en la plaza. Y el objetivo se cumplió con creces: 170 mil personas, aunque estoy seguro que éramos más, porque las estadísticas por metro cuadrado no incluyeron a las decenas que miraban a los tacubos desde el Majestic ni desde las oficinas de la Jefatura del Distrito Federal. De hecho, estoy convencido de que los matemáticos contratados por Andrés Manuel López Obrador no tomaron en cuenta a la gente apostada en las calles Tacuba, 5 de Mayo, 16 de Septiembre, 20 de Noviembre, Pino Suárez... No lo hicieron, estoy seguro, porque al terminar el concierto toda esa gente inundó el Paseo de la Reforma, el Eje Central, la avenida Hidalgo, Banderas... Inundó el propio Centro Histórico de la ciudad de México en busca de amigos, agua, cervezas y un lugar donde descansar del ajetreo provocado por la multitud.

Una vista desde la colina

Llegué a la plaza a las siete de la noche, pero estuve monitoreando la zona desde las tres de la tarde, cuando ya había gente apostada frente al escenario, en espera del concierto programado para las ocho y media de la noche. Qué importaban los 30 grados centígrados y el rebote del sol sobre la plancha del Zócalo, qué significaban para esa gente las horas de vigilia; custodiaban un lugar privilegiado.

Me instalé sobre la plancha, del lado Este del Zócalo. La gente bebía agua, compraba periscopios de cartón, discutía sobre las canciones que quería escuchar; y mientras, la plaza se iba convirtiendo en un hormiguero donde todos nos apretábamos más y más.

Y la explosión se produjo, a la hora exacta. La plaza se tornó una violenta marea con vida propia, que saltaba y formaba corrientes y olas y tsunamis. La letra de “El espacio”, del disco Revés, pareció el comienzo ideal para una gran fiesta: “De pronto me encontré viajando a gran velocidad, la atmósfera crucé y dejé de sentir la gravedad, y en instantes me perdí entre tanto astro fugaz”. Una gran fiesta que no se detuvo en tres horas.

Yo iba con cinco personas, cuatro de Guadalajara, una del Distrito Federal, pero en los primeros acordes de “El espacio” los perdí a todos; después supe que los acordes de “Cero y uno” y “Eo. El sonidero” nos iban distanciando más entre la multitud. A diferencia de ellos (uno incluso regresó a su hotel durante la primera pieza del concierto), la corriente me arrastró a un sitio muy cercano al asta bandera, en el centro de la plaza, como si el dios del rock me tentara y me llevara a la punta de la colina, donde viví el mejor concierto de Café Tacvba del que tenga memoria.

Quizá pudiera compararlo con la emoción de verlos en la Concha Acústica de Guadalajara en diciembre de 2004, acompañado de mi novia, pero ese día apenas tocaron dos horas. O tal vez deba recordar el concierto de noviembre de 2003, donde fui parte de esa masa de 30 mil personas que bailaron en la plaza Juárez, también de Guadalajara, aunque en esa ocasión me rompí el pie izquierdo en el slam y convalecí durante tres meses.

Pero sin duda ninguna tocada podrá compararse con esa noche en el Distrito Federal, porque no es lo mismo corear “Chilanga banda” al lado de miles de chilangos que hacerlo con miles de tapatíos, por muy miles que sean, o cantar “El metro” en el corazón de una ciudad con once líneas cuando en mi rancho apenas hay Tren Ligero. Nunca será lo mismo escuchar “Eo. El sonidero” en una ciudad que cada fin de semana congrega a centenares de parejas para bailar a los cuatro vientos, o tararear “El baile y el salón” en una plaza donde no hay más que cabezas y brazos levantados reclamando el himno tacubo.

Tres horas de energía

El espectáculo del Zócalo se pareció mucho al contenido en el DVD Un viaje, puesto a la venta en mayo pasado y que reúne los dos días de la celebración por el quinceavo aniversario de la banda en el Palacio de los Deportes, en noviembre de 2004. De hecho, hasta las palabras de Zizu Yantra, el vocalista de los tacubos, fueron similares a las de aquellas dos noches: “Queremos saber si a ustedes la música loca, la música desenfrenada, la música de los jóvenes les hace vibrar tanto como a nosotros mismos” y “Ahora, aprovechando este momento [mientras Lino Nava interpretaba un solo en “La chica banda”], presentaré al nuevo integrante de la aventura musical del Café Tacvba y le pediré que entregue unas bonitas preseas”.

El listado de canciones tampoco varió mucho, con excepción del orden. En lo que sí hubo movimientos fue en la rotación de invitados, pues ahora convocaron —además de Lino Nava (La Lupita), Jaime López, Rocco (Maldita Vecindad) y Alejandro Flores (considerado por muchos como “el quinto tacubo”)— a Miki Huidobro y Tito, de Molotov; El Señor González, ex Botellita de Jerez; Álvaro Henríquez, de Los Tres de Chile; dos músicos de “world music”, como los presentó el propio Zizu, y a Güili Damage, con quien cerraron la noche con una versión extraña de “La cumbancha”, original de Agustín Lara.

Más allá de las notas de prensa, que consignaron a ocho columnas el número de lesionados (Reforma: 100, La Jornada: 200, Milenio, 300, en números cerrados), el caso de la chica electrocutada y la poca capacidad de maniobra de los responsables de seguridad del gobierno capitalino, este tapatío puede gritar con orgullo: ¡¡estuve en la celebración de los 16 años del Café Tacvba en el Zócalo!
posted by Pedro Díaz G. @ 4:39 PM0 comments

La sonrisa de Elena/JJ Blanco

José Joaquín Blanco

Elena Poniatowska empezó desde arriba, con total insolencia. Ya están desde el principio su estilo, su ironía, su ritmo, su música, su crítica, su desparpajo, su chantaje de que "soy sencillita pero cuídate de mí más que de una bruja"; su voluntad de sonrisa y de vida. Su talento sobresaltó en los cincuenta a su "tío" Salvador Novo, con mucho el más sensible termómetro cultural de que disponía el país.

Alfonso Reyes pudo haber dicho de ella: "Nació como Minerva, completamente armada". En efecto: Lilus Kikus, Palabras cruzadas y Todo empezó en domingo ya revelaban, en lo esencial, a la escritora Elena Poniatowska que admiramos en este fin de siglo.

Abundan, para mi gusto, los vuelos de ángeles en la Ciudad de México que describe con "tanta chispa", según se decía durante los años cincuenta, en Todo empezó en domingo. ¡Tanta gracia en la ciudad! Pero el ángel es Elena y no tanto la Ciudad de México, la cual sonríe en este libro en el rostro de su autora, y no tanto por sus méritos urbanos, igual que sonrió con tan entrañable ademán y escasos merecimientos propios en los libros de Bernardo de Balbuena y de Salvador Novo, y en las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera.

Pero nunca hubo un paraíso en estas partes, ni una región muy transparente. Si uno se asoma a los archivos, a las hemerotecas, a la literatura, encontrará que todo siempre ha sido espantoso. La Ciudad de México aparece como bonita o fea por puros méritos ideológicos, o por vicisitudes, caprichos y, sobre todo, por voluntarismos líricos.

Nuestra ciudad parece bonita cuando hay un Gutiérrez Nájera que la cante, cuando no, no: queda desnuda e inerme ante los hechos indiscutibles del atroz panorama de su fealdad ridícula y su mundialmente célebre desigualdad social. Toda la diferencia suena en que haya o no un Gutiérrez Nájera que la cante.

Elena Poniatowska nos ha enseñado, con muy duros tonos, la crítica de la vida —La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, sus crónicas del temblor— y del país; pero siempre hay en su bandera una sonrisa indirecta, una voluntad de vida, y no sólo de la Vida como proyecto y teoría, sino de la vida que hay que vivir, banal o insoportable, minuto a minuto. La sonrisa esencial para las minucias instantáneas. Dijo Auden en su poema de homenaje a Voltaire: "Sí, la lucha contra lo falso y lo injusto/ siempre vale la pena. Igual que la jardinería. Civilizar".

Elena pinta en este libro una ciudad muy diferente de la que nos mostraron en esos mismos años Buñuel en Los olvidados y Revueltas en Los errores, porque era más joven que ellos, y sus ojos estaban llenos de gracia y no de experiencia; acepto su México iluminado porque veo la sonrisa de la escritora. Así acepto también, agradecido, las sonrisas de Balbuena, de Gutiérrez Nájera, de Novo.

Recuerdo en mi infancia otra ciudad, harto diferente de la que podría deducirse, en una lectura nostálgica, de las crónicas de Elena. Ya era, entonces, una ciudad agresiva, hosca, invivible, peleonera, policiaca, intransitable. Todos los escritores extranjeros que la visitaban la encontraban menos soportable que Tánger o Calcuta, aun en los años cincuenta. Los provincianos ya la detestaban. Los únicos que no estábamos enterados éramos los chilangos. Hay un mito de la impecable ciudad de los cincuenta como el que ocurrió de la "ciudad de los palacios" del siglo XIX: ambas horrendas, con escasos espacios disfrutables, siempre ariscos y carísimos, como la actual.

Recuerdo en los cincuenta ya la ciudad del Nada y del nunca pero no "nadie" sino todo mundo estorbándole a uno el paso en todos lados; colas para todo y sin conseguir nada. Para cualquier trámite ínfimo (la leche de la Conasupo, o como se llamara entonces, y la entrada al kínder); las "influencias", las credenciales (en esos años, hasta simples tarjetas de visita). Desde entonces.

Sin embargo, parecería escasa, desde la perspectiva actual, aunque ya era todo un escándalo mundial, la truculencia policiaca en asuntos civiles: todo se resolvía con "una feria". "Una feria" significaba en esos años ahora nostálgicos poco dinero (digamos, dos o tres días de salario). Sin "feria", quién sabe. Pero no era común esperar extrema crueldad deliberada de parte del hampa ni de la policía. No existía el actual pánico de la calle.

Ya era entonces, sin embargo, también una ciudad incaminable, aunque yo me esforzara por caminarla entre viaductos y puentes peatonales, como creo que muchos niños y jovencitos, pese a todo, la siguen caminando en estos nuevos tiempos de Blade Runner.

La miseria asomaba menos. Uruchurtu la tenía a raya. Prohibido invadir el coto minúsculo, saturado de camellones floridos y de jardines: los alrededores de Paseo de la Reforma, Polanco, Juárez, Condesa, Coyoacán, Del Valle, Florida, Las Lomas; detrás de la raya se extendía el terror que filmó Luis Buñuel en Los olvidados, que narró José Revueltas en Los errores, que recuerda la propia Jesusa Palancares en la novela Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska; que dejan entrever las películas de Pardavé y de Tin-Tan.

No añoro pues ningún pasado en Todo empezó en domingo. Me asombra la precoz, límpida capacidad de instantánea prosística: recuerdo los elogios de Rulfo a Lilus Kikus; celebro su disposición de voltearse, como flor, al lado en que da el sol.

Alabo su sonrisa. Alabo la intrepidez de esa chamaquilla, que, como diría Simone Weil, "en el infierno se creyó, por error, en el paraíso". Creo que esa voluntariosa necesidad o urgencia de dicha prosperó en su novela Hasta no verte, Jesús mío, en la cual logra el paisaje de la pobreza desde el honor, la altivez y la energía de una voz narradora sumamente vitalista, por más que la realidad obstaculice a cada rato a su personaje igualmente admirable.

Jesusa Palancares comparte parcialmente la época y, a regañadientes, el vitalismo de Todo comenzó en domingo. Sonríe con una arruga severa de labios, una verdadera sonrisa del alma, austera, seca pero florecida. Una florecilla de arruga, limpia y parca. La auténtica flor azul.

Esta sonrisa no es ajena a La noche de Tlatelolco, el libro más conocido de Poniatowska y una de las más formidables construcciones de la cultura mexicana contemporánea. Mientras todos los sabihondos sociólogos y filósofos pretendían no sé qué tesis doctorales descifradoras de no sé qué signos, Elena, insolentemente, asumió su ambigua modestia de reportera y fabricó un "coro", como se ha dicho, y con tal afinación y armonía, con tal verdad y profesionalismo, que destruyó por sí mismo el monopolio que el Poder tenía de la expresión pública.

Construyó en sus páginas un paradigma de sociedad democrática, coral, como todavía no logramos construir en la realidad. Y entonces ocurrió una verdadera votación democrática, inaudita: la que cientos de miles de lectores hicieron al ir a comprar ese libro. Libro por libro. Un voto de calidad mayúscula, la compra de cada ejemplar de La noche de Tlatelolco.

En el plano literario, podemos legítimamente enorgullecernos de la obra maestra que logró el reportaje, o la historia oral, o la crónica, o como se quiera llamar a un género tan ambicioso como La noche de Tlatelolco. Episodios equivalentes más difíciles, en Europa, Asia, Africa o los Estados Unidos no contaron con semejante audacia y plenitud profesional. ¿De veras el New Journalism ocurrió en Nueva York? No, culminó sobre todo en un libro mexicano de Elena Poniatowska.


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El Juego del Hombre/Villoro


Juan Villoro

Ángel Fernández, el locutor que renovó el imaginario del fútbol y decidió mi vocación por la palabra, cumplió 80 años en agosto de 2005. No quisiera prestigiar mi infancia diciendo que fue «dramática», pero sin duda fue un periodo gris, determinado por miedos y vacilaciones. En esa época en que yo era un deportado psicológico, la primera señal de rescate llegó en la voz del hombre que narraba los partidos como gestas de La Ilíada.
Ángel vivió un momento decisivo en la cultura de masas, el paso de la radio a la televisión. Formado en la escuela radiofónica, donde había que precisar el rumbo de la pelota, entendió que la televisión comportaba otros desafíos. De poco sirve explicarle al espectador lo que está viendo. El rapsoda del estadio Azteca se desentendió del discurso objetivo y convirtió la cancha en un pretexto para la metáfora. Enemigo de la mesura, creó un tejido narrativo en el que intervenían poemas, canciones, anécdotas y epigramas que delataban el eléctrico estado de su mente. Cuando Cristóbal Ortega debutó con el América dijo en forma inolvidable: «Señoras y señores, hemos vivido en el error: ¡América descubrió a Cristóbal!» Sus alardes fueron legión... Un lateral alemán avanzaba con enjundia: «Ahí viene Hans Peter Briegel, que en alemán quiere decir 'Ferrocarriles Nacionales de Alemania'». Un jugador se encaraba con otro: «'El Alacrán Jiménez', echando mano a sus fierros como queriendo pelear». Enrique Borja, de célebre nariz, se convirtió en el «Gran Cirano», y Cabinho, delantero que se reía al fallar goles, en el «Hombre de la Sonrisa Fácil». El bautizador universal apodó equipos enteros: el Cruz Azul de la gran época («la máquina que pita y pita») se transformó en «La Máquina Celeste», imagen que desbancó al fabril mote de «Cementeros». En plan humorístico, Ángel ofrecía falsas explicaciones de lo real. Cuando la cámara se acercaba a las siglas en el pecho de los soviéticos (CCCP), comentaba: «¿Saben qué significa eso? ¡Cucurrucucú Paloma!»

Hay algo que antecede a toda inclinación literaria: el descubrimiento de las palabras como símbolos mágicos. De golpe, el idioma utilitario se transforma en un mecanismo de invención. Concedemos poca importancia a este rito de paso, que suele provenir de un estímulo «popular», prejuicioso sinónimo de lo intrascendente. Y, sin embargo, el rumbo de una vida puede cambiar con un hombre que grita en un estadio. Porque Ángel gritaba como nadie. Después de romper el récord de duración de la palabra «gol», hacía una pausa para que se oyera «la voz del Azteca». Dueño de un timbre poderoso, convertía el juego más aburrido en epopeya: «¡Se hunde la nave... niños y mujeres primero!»

La primera vez que hablé por teléfono con él, hace casi veinte años, sentí un sobresalto al oír en forma privada el tono épico que encandiló mi infancia. Entonces supe que Ángel vive en continuo trance narrativo. Mi apellido le sonó familiar y preguntó a qué se dedicaba mi padre. «Es filósofo», contesté. «Ah, es un amigo de Kant», dijo la voz canónica. Al llegar a su casa, un jardinero venía detrás de mí, portando una guadaña: «Ahí viene Excálibur», comentó Ángel. Su inventiva llegó a un momento cumbre cuando el Che Ventura y otros colegas le hicieron un merecido homenaje. Ángel tomó un micrófono y nos formamos para felicitarlo. Acto seguido, ¡narró los abrazos! A cada quien le recordó un récord, una lesión terrible, un lance inolvidable, su atributo homérico.

He oído a Ángel comentar la correspondencia erótica entre Joyce y Nora Barnacle, la forma de vestirse de Bill Clinton, la secreta geometría del billar, los gloriosos tiempos de la minifalda y la pintura de María Izquierdo, de quien fue un temprano coleccionista. Esta curiosidad sin freno le sirvió para articular datos insólitos. Algunas de sus frases eran joyas para conocedores. Cuando el portero alemán Schumacher estuvo a punto de matar a un delantero, exclamó: «Le hundió el acero hasta donde dice 'Solingen'». Tardé años en saber que los mejores cuchillos alemanes llevan en la hoja el nombre de la ciudad donde fueron fundidos: Solingen.

Un detalle en apariencia trivial le servía para resumir un destino. Una tarde participamos en una presentación con el Pipiolo Estrada, mítico portero del Necaxa. Ángel encogió los dedos y dijo: «Tengo las manos engarrotadas de tanto treparme a las alambradas del Parque Asturias para ver jugar a este hombre. El Pipiolo tenía todo lo que yo quería tener y no podía ser mío. Ustedes se preguntarán qué era eso... ¡Un suéter de cuello de tortuga!» ¿Hay mejor forma de recordar la elegante estampa de un guardameta que esta significativa bagatela?

Ángel también ha sido grande por escrito, según revela esta descripción de Cid y Mulet, pionero de la historiografía del fútbol mexicano: «Un día, envuelto en el alarido del Estadio Azteca, pasó con su aire melancólico, el cabello revuelto y sus hijos haciéndole de guardianes. Era el hombre que se compenetró de tal manera con la historia del fútbol que le costaba trabajo volver a respirar tranquilo, después de esos años en que estuvo escarbando, preguntando, con una libreta y un lápiz ágil. Fue a los lugares más insólitos y los ojos se le pusieron rojos de tanto meterse entre el altero formidable de recortes de diarios, en las hemerotecas. Tenía la nariz negra de la pólvora de la tinta cuyas líneas seguía con el olfato de un perro cazador, como si el destino quisiera condecorarle por su persistencia en la búsqueda».

Esta escritura excepcional fue relegada en favor de la más histriónica tarea de locutor. Para Ángel la crónica es un hecho teatral desde que atestiguó el incendio del Parque Asturias. Ese día, no vio la cancha sino las tribunas. Ante el pánico, la ira y la pasión de la multitud, entendió el sentido profundo del fútbol, su imán simbólico. A partir de ese momento vincularía hechizos momentazos con perdurables mitologías.

Siguiendo al antropólogo Desmond Morris, se refería al fútbol como «El juego del hombre». Su verdadero juego fue el de la palabra. Hace unos meses le recordé algunas de sus proezas. Me vio con sorpresivo afecto, como si no recordara tantas y tantas imágenes. El rasgo más noble de la cultura popular es que reparte la inspiración individual. La obra de Ángel Fernández está en quienes recordamos sus fogonazos, pero también en quienes repiten sus hallazgos sin saber que son de él. «¡Me pongo de pie!», exclamaba el locutor ante un lance meritorio. Importa poco que yo me ponga de pie ante sus logros, pero importa mucho que se ponga de pie el niño de Mixcoac al que le reveló el juego del hombre.

México, Mayo 2006

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Tuesday, May 30, 2006
Cinco días secuestrada/Almazán

Cinco días secuestrada, cinco días de infierno



Alejandro Almazán

Ana, nombre ficticio empleado para proteger su identidad, fue secuestrada durante cinco días, 120 horas en las que conoció de cerca una estación en la que la vida parece perder todo sentido. Hoy, meses después de que ha visto, frustrada y perpleja, cómo la negligencia, la corrupción y el desdén de las autoridades han permitido que sus plagiarios sigan libres, acepta contar en Larevista la historia de esos momentos de espanto. Este es su relato, verídico, directo, de primera mano.
1.- Tengo enfrente de mí el retrato de Mario Alberto Bayardo Hernández, el hombre que me secuestró durante cinco días. En este instante del 2 de febrero de 2004 vuelvo a mirar el rostro de quien también me violó. Del hombre que forma parte de la infame lista de los diez más buscados en México. Del hombre cuya fotografía ha sido colocada en algunos espectaculares de este Distrito Federal, el hábitat natural de Bayardo, aunque la otra mitad de su vida la divida en Tlaxcala.

Es el mismo secuestrador que ha sido llevado tres veces a las prisiones capitalinas, pero extrañamente siempre queda libre y regresa a liderar la banda que lleva su apellido. Es el sujeto que tiene negocios de lavado de autos y es dueño de microbuses en el área metropolitana, según la PGR. Es el hijo de Alberto Bayardo Rosales, y el padre de Geraldyn Alberto, detenidos por ser los plagiarios de Laura Zapata y Ernestina Sodi.

Es El loco. Así lo apodé durante mi cautiverio. Juro que es el que hace 60 días, a principios de diciembre, me apuntó con un revólver y me dijo que lo abrazara como si fuera su novia.

Era de noche. Yo estaba a media cuadra de la casa de Marcelo Ebrard, el jefe de la policía capitalina que se jacta de que en su colonia, la Del Valle, no hay secuestros. ¡Ah! Es él. ¿Cómo diablos olvidas al cabrón insano que, al final, prometió buscarme para ver si, de casualidad, me enamoraba de él?

Y la foto que miro es reciente. Se la tomaron el 13 de noviembre de 2003, cuando la PGR anunció que había detenido al azote del sur de la ciudad. Sonará insólito, pero veinte días después ya estaba libre... secuestrándome.

Es él: su barba de candado que me restregó en el pecho; su clara piel que tanto deseaba que yo observara cuando me violó; sus ojos verdes que te asustan; y su ancho cuello que me obligó a acariciar.

Seguramente la playera amarilla que viste en el retrato tamaño infantil huele a suavizante de telas, su irremplazable aroma que aún tengo pegado a la nariz. Y aunque sus gordas manos no se aprecian, quizá traía ese carísimo reloj Audemars Piguet que alcancé a mirar, ya en la parte posterior del auto en el que me trasladaron a una casa de seguridad. Una casa que era el infierno.


Es él. El primer y último rostro que miré, porque entonces me colocaron parches sobre los ojos.


***


Aquella noche del 2 de febrero Ana telefoneó al policía judicial que le asignó la procuraduría capitalina y que ella llama Pejota. Aturdida, le contó lo de la foto de Bayardo. Le dijo que era el mismo que ella había descrito en el retrato hablado.


El Pejota le comentó con su desenfado de siempre: "¿A poco todavía no te das por vencida?".


Semanas después, cuando un conocido le llamaría para decirle que en ese momento su secuestrador estaba en una plaza de toros, Ana recurriría a las autoridades federales, a la Agencia Federal de Investigación, en particular, que por esos días alardeaba de estar desmembrando bandas de secuestradores. Pero al final, terminaría hundida en la frustración.


***


2.- Desde antes de salir de aquella venta nocturna del Palacio de Hierro en Santa Fe, le dije a mi prima (que entonces iba a la mitad de un embarazo) que me sentía angustiada. Ella lo atribuiría a que tardamos casi diez minutos en encontrar en el estacionamiento el Clío negro, propiedad de la compañía en la que yo trabajaba.


Pero aquella ansiedad no me abandonó. Osciló. Bajó cuando dejé a mi prima en su casa, allá en Polanco, y un vigilante me deseó suerte.


Creció cuando estacioné el Clío, justo en la esquina de la calle donde vive Marcelo Ebrad. Bajé con mis bolsas del Palacio de Hierro. Abrí la reja de mi casa. Y miré la hora por última vez: las 10:45. Entonces, atrás de mí se escuchó un ruido tremendo, como si hubiera entrado un ventarrón.


3.-Eran dos tipos. Vestían trajes impecables, con mocasines. Sólo uno se agachaba y se cubría con una gorra que no cuadraba con su ropa.


Entonces el del traje gris, el de la barba de candado, el que apodé El Loco, el que ahora sé es Bayardo, sacó un revólver y, educadamente me dijo con su vozarrón que me volteara, que a partir de ese momento debía cerrar los ojos.


Dejé de verlo hasta que me arrancó las bolsas, me pidió el celular que me acababa de enviar un amigo de Europa y me colocó sobre los ojos la gorra de su acompañante. Durante los cinco días que duraría mi cautiverio no volvería a ver el rostro de nadie.


Me tumbaron en la parte posterior del auto. Reconocí que era el Clío por mis olores. El Loco recargó su codo y brazo sobre mis ojos y se acomodó en el asiento con los pies apoyados en mí. Me dejó en una posición tan incómoda que no podía respirar. Y yo sintiendo que el corazón se me salía.


El Loco trató de calmarme: "No te preocupes, tú eres una dama y nosotros unos caballeros, no te va a pasar nada".


Le dije que se llevara todo, pero que me dejara ir, que toda mi riqueza estaba en mi bolso: tarjetas de crédito boletinadas por tantas deudas. "Nosotros no somos pinches raterillos y ya cállate".


Y entonces sentí que algo se cerraba en mi espalda. Muchos pensamientos se desbocaron en mi cabeza: ¿me están confundiendo?, ¿así son los secuestros exprés?, ¿harían conmigo una snuff movie o sólo es una violación?


Salí de mis cavilaciones cuando El Loco empezó a acribillarme con preguntas: que si la mujer que había dejado en Polanco era mi hermana, que si no me había fijado que me perseguían desde Santa Fe, que dónde trabajaba, que si el carro era mío, y que qué inconciencia la mía de andar tan tarde en la calle...


Para cuando me pasaron a otro auto, un Jetta rojo, supe lo que es que los músculos ya no te obedezcan, que ni siquiera tengas fuerza para lanzar un grito; que tu cuerpo, desde ese momento, ya no te pertenece. Que has perdido la capacidad de oler y escuchar. ¿Ver? Jamás, los parches elaborados con gasa te clausuran los párpados. Eso sí, el aire frío fue la única realidad palpable.


Calculo que el traslado a la casa de seguridad habrá durado un par de horas. Casi todo fue en línea recta. Cuando nos estacionamos, El Loco me envolvió y alguien me cargó, pero me resbalé de sus brazos y mi cintura dio directo al filo de la baqueta. Escuché el vozarrón de El Loco reprobándolo y gritándole que tuviera mucho cuidado conmigo, pues me había convertido desde ya en la mujer de sus sueños.


Me llevaron a un cuarto, me aventaron en un colchón, me cambiaron los parches de los ojos por unos más grotescos y entonces llegó un hombre que dijo ser médico. Me obligó a desvestirme y, mientras hacía un registro minucioso de cada cicatriz en mi cuerpo, me dijo que sólo buscaba si no traía "un arroz", un chip localizador. Luego me habrán pasado un escáner, que sonó en mi tobillo y se enojaron.


"¡Sí trae arroz, sí trae!" y alguien cortó cartucho. Pero el doctor lo detuvo: se dio cuenta que era un viejo clavo que une mis huesos desde la adolescencia.


Cuando terminó la revisión, El Loco me dijo dos cosas: Una: "Estas son la reglas: Si te pones loca, te madreamos. Si tratas de huir, te matamos. Si te quitas los parches, te matamos. Si te portas bien, verás que esto nunca ocurrió".


Y dos: "Ya hablamos con tu papá, mi amor. Que regreses a casa depende de él. Porque, bueno, no te he dicho, pero estás secuestrada".


Entonces me enrosqué en el colchón y tomé la cobija como si fuera un estúpido escudo. Ese fue mi pequeño mundo en cinco días.


***


El primero de la familia que se enteró del secuestro fue el padre de Ana, un profesor. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando sonó el teléfono. El Loco fue breve: le exigió un millón de pesos de rescate y se disculpó de que le estuviera pidiendo dinero y no la mano de su hija.


También le dio instrucciones de dónde recoger el Clío negro y le advirtió que se lo devolvía a cambio de que la empresa donde trabaja Ana no levantara denuncia alguna.


El profesor se comunicó con algunos jefes de la policía que fueron sus vecinos. Y ellos mismos le recomendaron que no denunciara, que era mejor juntar la mayor plata posible -que no llegaría a más de 50 mil pesos-. Sería hasta el sábado cuando el secuestrador volvería a telefonear.


***


4.-Chavo, al que fue asignado mi cuidado, me contó por qué la casualidad me condenó al secuestro: iban por otros jóvenes, pero no pudieron alcanzarlos. Y estaban tan frustrados que de pronto apareció el Clío negro con una mujer a bordo. Chavo terminó compartiendo la soledad de mi encierro.


5.- La primera noche fue de insomnio.


Te sientes cómo te invade un vacío inconmensurable. Estás en el desamparo total.


6.-Chavo no pasaba de los 18 años. Y se identificó conmigo por una simple razón: él era adicto a la cocaína y yo había trabajado en una clínica de adicciones. Eso me funcionaría durante el cautiverio: gracias a la confianza que le inspiré, se abstuvo de aturdirme con tranquilizantes.


Y poco a poco fueron regresando mis sentidos. Agucé el oído lo más que pude para escuchar mi entorno: oía los rugidos de los autos o los rumores de tráilers, y me imaginaba que estaba a orilla de una carretera. Oía los programas de la televisión, y me ayudaba a calcular las horas.




Pero también escuché otras cosas.




Como una radio de banda que soltaba claves como "R10", "R30", o "un 24 en la 12". Luego me enteraría que son contraseñas de la policía.


O como aquellos gritos de adolescentes que duraron toda esa noche y que Chavo me explicó el por qué: "Son dos morritas que traían un Jaguar. Ahorita están gritando porque las están violando. Pero no te angusties, le gustas al jefe y nadie te va a hacer daño. Salvo él, si se pone loco".




Cada vez que fui al baño escuché llantos y los televisores o radios encendidos. Me imaginé los infiernos de cada uno. Chavo me dijo aquella noche que tenían "casa llena" de "visitas", como nombran a los secuestrados.




7.-A la mañana siguiente, se escucharon helicópteros. Chavo me pegó una pistola en la cabeza y me dijo que, si era la policía, tendría que matarme, pues era mejor que lo condenaran a diez años por homicidio que a 40 por secuestro.


Los helicópteros se fueron. Chavo me pidió una disculpa y luego me dejó tocar la cacha de su pistola: ahí tenía grabada la imagen de San Judas Tadeo.




8.-Hablamos Chavo y yo de muchas cosas el día dos de cautiverio:


Que él ya tenía tiempo en este negocio. Que ganaba bien. Que compraban las revistas Caras, Quién y los suplementos donde los ricos son fotografiados en toda su altivez, para aprenderse bien los rostros de a quién van a secuestrar, pues ellos sólo raptan a gente adinerada.


Que, claro, también son matones. Que las banditas que han surgido son unos improvisados y ponen en riesgo el negocio, y que de ahí que ellos delaten a esos espontáneos con la policía. Que buena parte de los jefes policiacos en el centro del país son sus protectores. Que cuando los detienen deben tener lista una millonada para ofrecérsela al juez. Que ellos sólo plagian a mujeres y a jóvenes, sobre todo en antros como El Alebrije o el Palmas 500...


"A los viejos con dinero, los dejan morir sus hijos. Y las esposas, rencorosas, terminan por darnos las gracias", me explicó.


Todavía lo escucho contándome una insalubre historia:


"Nos comunicamos con la esposa de un secuestrado y nos dijo que ojalá lo matáramos. La verdad nos dolió decirle al señor y hasta nos pusimos a sus órdenes por si quería que le echáramos bala a la pinche vieja desgraciada. Un compadre de él fue quien pagó el rescate. A la semana siguiente, leímos en el periódico lo de un asesinato de una mujer. Era la esposa. Ese güey la mató. ¿Imagínate al pinche loco que teníamos aquí? Por eso nos vamos con las morritas y los chavos, porque se ponen pedos, nos facilitan las cosas y por ellos sí pagan".




9.- Otra noche de insomnio y de espanto: otros de la banda, inestables y brutales, empezaron a golpear a un joven; escuché su llanto. En eso entró Chavo muy agitado y me dijo que me pusiera a rezar con él, porque sus compañeros estaban drogados y ya habían matado a un secuestrado.


Dejé de rezar después de varias horas cuando escuché a El Loco: "¿Buenos días, mi amor, qué quieres de desayunar?".


El desayuno fue una violación.




10.-El sábado llegó El Loco azotando la puerta y con un rostro enloquecido me dijo: "Tu papá no aguantó la negociación, le dio un infarto. ¿Ya ves? Dios quiere que te quedes conmigo".


* * *


Aquello era mentira. El padre de Ana estaba a esas horas esperando la prueba de vida para entregar el dinero allá por las Pirámides de Teotihuacan.


Ana terminó rota. Desconsolada, le pidió a El Loco que por favor la matara. El secuestrador se enfureció y le soltó: "¿Estás enferma, estúpida? Te puedo matar, pero te quiero mucho".


Hasta en la noche, Chavo le dijo a Ana que su padre estaba sano, que lo único que buscaba El Loco era verla humillada.


Y aunque el padre de Ana entregó el rescate, después de tantas indicaciones, su hija no llegó a casa.


* * *


11.- El domingo me quedé sola. Y al menos cuatro veces entró alguien distinto a mi cuarto, me pidieron que contara hasta diez y luego jalaban el gatillo. Terminaban riéndose.


Chavo no llegó hasta que empezó la final de Big Brother y lo maldije. Se disculpó diciéndome que había ido a visitar a su mamá.


Le conté que habían jugado a asesinarme.


"¿Si te ayudo a escapar me sacas del país?", me diría luego Chavo, muy nervioso. Al escucharlo, lo único que sentí en ese momento fue que ya estaba decidido: me iban a matar.


12.- Cuando Omar Chaparro fue declarado el ganador de Big Brother, apareció El Loco y soltó: "¡Te vas, mi amor!". Y ordenó a Chavo que me peinara y me limpiara con alcohol. Ahí, Chavo se me acercó al oído y me pidió esto: "Dime que Dios me bendiga, por favor. Dímelo". Se lo dije.




Lo último que escuché de Chavo fue que no me confiara, que todo podía ocurrir.


Habré caminado unos 15 pasos, sujetada a las mano de Chavo, cuando sentí el frío y la voz de El Loco: "Vas a abrazarme como si fuera tu novio, ¿eh? No vayas a hacer ninguna pendejada, mi amor".


Me subieron a una camioneta y en todo el trayecto, yo acostada, El Loco me manoseó y me dijo que yo le había traído paz a su vida y que estaba dispuesto a dejar "este trabajo" para casarse conmigo. "Te voy a buscar, mi amor".




13.-El Loco me ordenó bajar y contar hasta 120 antes de quitarme los parches en los ojos. Que entonces caminara hacia mi lado izquierdo hasta encontrar un módulo de policía, donde pediría un taxi con el billete que me enroscó en la mano. Y me dio un beso el cabrón.




No lo creí. Yo tenía en la cabeza la imagen de El Loco dándome el tiro de gracia. Estaba tiritando. Me sentía en un precipicio. Tenía la boca reseca.


No escuché cuando la camioneta arrancó. Y ni siquiera podía contar. Pero lo que me trajo a la realidad fue el grito lejano de una señora: "¡Ya apaga la tele, pinche güevón!".


Me arranqué los parches y apenas pude enfocar que estaba en una unidad habitacional. Corrí a buscar el módulo. Y, al llegar, el policía me miró con una expresión de sospecha muy comprensible: eran las tres de la mañana, y yo estaba sucia, maloliente y preguntándole dónde carajos estaba. "En Villa Coapa", me dijo y me ayudó a tomar un taxi en la Calzada de las Bombas.


Sólo hasta que entré al taxi me vi al espejo y no era yo: tenía cinta adhesiva por todo el rostro, los ojos estaban morados, no tenía color.


El taxista pensaba que me había golpeado mi pareja hasta que se dio cuenta que una camioneta nos seguía. Le tuve que decir que había sido secuestrada y que esos de la camioneta eran los que me habían liberado.


* * * Después de unos kilómetros de paranoia, el taxista dejó a Ana en casa. La camioneta se estacionaría casi enfrente de ella. Seguramente la vieron cómo Ana saltó al cuello a toda su familia y cómo la abrazó intensa y mudamente.


* * *


14.-Empecé a parchar mi vida.


Acudí a denunciar ante un ministerio público sin alma. Me hice carísimos análisis del VIH. Me topé con que en mi empresa mi jefa les contó a todos mi tragedia y me trataron con lástima; terminaron por despedirme. Mis amigos se alejaron. A mi padre le cayeron 20 años encima. A mis hermanas las condené a la demencia. Me quedé más pobre de lo acostumbrado.


Por fortuna me encontré con el Centro de Apoyo Sociojurídico a Víctimas del Delito Violento, de la procuraduría capitalina. Ahí me ofrecieron terapia sin ningún costo.


15.- Diez días después de que observé el retrato de Bayardo en la televisión y que no obtuve respuesta de mi Pejota, los diarios destacaron una noticia: un empresario había sido secuestrado en la colonia Del Valle, pero logró saltar de la Windstar donde lo trasladaban. La policía intervino y detuvo a los raptores; dos de ellos resultaron heridos.


Una de las fotografías que publicaron me cimbró: entre lo decomisado a la banda estaba una pistola cuya cacha tenía a San Judas Tadeo y un celular igual al mío, un modelo que no hay en México.


Los tenían en la delegación Gustavo A. Madero y fui para allá. Un comandante escuchó mi historia sin oírme. Le pedí verlos para intentar reconocerlos. Pero me trató con desprecio y me echó.


Por la tarde logré contactar al empresario que había librado el secuestro y me dijo que acababa de ir a denunciar. Pero que ya habían sido puestos en libertad "por falta de parte acusadora".


16.-En internet logré conseguir algunos datos de Bayardo:


Una entrevista de López Dóriga con José Espina, presidente del Consejo Ciudadano, donde éste decía que Bayardo era protegido en Tlaxcala por funcionarios de allá.


Unas columnas de diarios tlaxcaltecas donde lo ligaban familiarmente con el subprocurador de justicia Edgar Bayardo.


Denuncias en contra de magistrados del Primer Tribunal Colegiado del Primer Circuito en Materia Penal, pues ellos liberaron a Bayardo en sus dos primeros arrestos de 1990 y 1999. Se dice que recibieron varios millones de pesos.

Le proporcioné esta información a mi Pejota y es hora que no se ha comunicado conmigo.


17.- Un domingo me llamó una amiga y me dijo: "El tal Bayardo está ahorita en la plaza de toros de Tlaxcala".


Telefonee al número de la AFI donde reciben denuncias ciudadanas y me contestó una vieja pendeja:


-¿Bayardo? Y ése quién es, señorita.


Después de explicarle y darle señas, me dijo: "¿En una plaza de toros. No, señorita, ¿se imagina el gentío? Sígalo y llámenos luego".




18.- Ahora, frustrada, estoy aquí contándoles la bitácora de mi cautiverio.
posted by Pedro Díaz G. @ 12:26 PM0 comments

Por qué vivo en la CD. de México/Goldman




Por qué vivo en la ciudad de México
Francisco Goldman



"No me cuesta trabajo reconocer que amo a la ciudad de México, esta ciudad de negativos fantásticos: la contaminación, el crimen, el desbordamiento urbano y la fealdad, la pobreza en las propias narices, que ejercen semejante atracción irresistible, carismática, sobre mí y tantos otros. En los últimos años he vivido aquí solo o acompañado, en relaciones y durante periodos de soledad y desilusión cauterizantes. He terminado aquí una novela, he comenzado otra, y ahora estoy sumergido en otra más. Me han asaltado y robado con violencia en tres ocasiones, incluyendo un secuestro a punta de pistola en un taxi, y una lucha brutal por salvar la vida -no exagero- con dos hombres que entraron en el departamento que alquilaba entonces; me he enamorado, desenamorado, y he encontrado un enemigo a muerte, una relación que, según he aprendido, exige la misma fidelidad y atención que un amor feliz; en otras palabras, he vivido aquí temporadas buenas y malas y, sin embargo, en las malas nunca he tenido la tentación de echarle a la ciudad de México la culpa de mis problemas, en realidad siempre tengo la secreta convicción de que hubiera sido peor en cualquier otro sitio. Me encanta llegar al aeropuerto de la ciudad de México cuando he estado ausente mucho tiempo, oler el aire químico, sentir el peso del cielo opresor, su sucia chatedad de aluminio, quedar atrapado en un taxi en medio del tráfico, maravillado ante la fealdad de concreto de los edificios circundantes, y su vasta repetición, y encontrarlos hermosos. Y ponerme nervioso por llegar a mi departamento, preguntándome si habrán entrado de nuevo, nervioso por tener que apagar el gas -si se habrán robado de nuevo las llaves o el tanque de la azotea- y anticipar lo fácil que será restablecer mi rutina, mis rondas diarias de desayunos, deliciosos tacos de cazuela aquí, el almuerzo allá, todo durante un largo día de trabajo, coronado con unas bebidas en alguna cantina, casi siempre El Centenario, con amigos, o solo con un libro"
Francisco Goldman
"Por qué vivo en la ciudad de México"
Publicado en Gatopardo
Julio de 2000

posted by Pedro Díaz G. @ 10:58 AM0 comments

Los Del Valle no nacieron ayer/Almazán

Los Del Valle no nacieron ayer



Alejandro Almazán




Ignacio, hoy preso en La Palma, es un líder social de los movimientos en San Salvador Atenco desde 1984. Su hija, América, se abrió paso entre los machos de la región.



Nacho del Valle:

El retrato hablado de la familia Del Valle, la de Atenco, es el siguiente: Ignacio del Valle Medina es un hombre de 50 años que no supera 1.55 metros, pero con un machete logró tumbar un negocio de 2 mil 700 millones de dólares. Es decir: echó abajo el nuevo aeropuerto que la administración foxista tenía planeado en las tierras de Atenco.


Se sabe que su padre, del mismo nombre, nació con esos genes de luchador social: fue el responsable de que en el reparto de tierras en los años setenta, los hijos de los ejidatarios recibieran una porción; rescató el parque de Los Ahuehuetes de las garras de la ex Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, todo para que fuera el comisariado ejidal quien lo administrara y obtuviera algo de plata de los visitantes al lugar; rediseñó los carnavales en el pueblo para transmutarlos en fiestas culturales, y, antes de morir, quiso echar a andar un movimiento a favor de la salud, después de que a uno de sus tres hijos le fue diagnosticada una enfermedad crónica que, finalmente, hace cuatro años lo mató.


Haya sido in utero o in vitro, el caso es que Nacho demostró su labor social desde el CCH Naucalpan (hasta donde pudo estudiar, porque el hambre ameritaba ponerse a trabajar y él se refugió en la serigrafía para sortear esa franja de vida; vendió playeras estampadas).


Cuentan que desde entonces ayudaba a la mayordomía del pueblo, aun cuandono le correspondía, y empezaba a preocuparse porque Atenco no fuese golpeado por las políticas de gobierno que buscaban arrasar con sus recursos naturales.


En 1984, cuando tenía 28 años, se dio cuenta que su pesimismo tenía razón: los recursos naturales en Atenco y pueblos vecinos querían ser explotados a la brevedad, así es que se gestó un movimiento para defender, sobre todo, el agua. Los que alistaron a la gente en ese entonces fueron: Israel Rodríguez Sánchez El Macho Viejo (durante la pugna del aeropuerto lo echaron del grupo porque argumentaron que había sido cooptado por el gobierno federal), Benigno Arellano (hoy regidor perredista en Chimalpa), Nacho, Heriberto Salas El Caballo y Felipe Álvarez La Finini (estos tres presos en La Palma desde hace cinco días). El Frente Popular Regional Texcoco venció y retomaron el control de los pozos de irrigación. Atenco festejó.


Para 1988, Nacho y sus compañeros aparecerían como simpatizantes del Frente Democrático Nacional, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas. Pero una vez que le fue colocada la banda presidencial a Salinas, los caminos se bifurcaron: Benigno y otro compañero, llamado Rolando Uribe, lo moderados, se fueron al PRD. Y Nacho, El Macho Viejo, El Caballo y La Finini al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).


Pero Nacho no despuntaría en el PRT, sino hasta conocer a un ingeniero agrónomo de Chapingo: David Pájaro. Por él, Nacho supo del movimiento zapatista antes de que Marcos apareciera por vez primera en San Cristóbal de las Casas. Y desde Atenco se le envió al EZLN víveres, ropa y medicinas.


En otras palabras: la formación política de Nacho no se da el 22 de octubre de 2001 con el decreto de expropiación.

* * *

En ese octubre de 2001, María Trinidad, la esposa de Nacho, una mujer que es ocho años menor que él y que estudió corte y confección, dejó de ser esa ama de casa preocupada porque su esposo anduviera en los movimientos sociales. Se transformó en una soldadera: fue la encargada de los periódicos murales que informaban sobre la construcción del aeropuerto, se reunió con las mujeres de Atenco y sus alrededores para hablarles de la irreductible postura de ceder las tierras, y en los mítines y marchas era la que organizaba los víveres para los hombres del machete. Una adelita, pues.


Fue tal el liderazgo que logró Nacho durante las batallas por el aeropuerto, que cuando fue llevado al penal de Texcoco, el 12 de julio de 2002, junto con otro de los líderes, llamado Jesús Adán Espinoza (acusados los dos de robo agravado, bloqueo a las vías de la comunicación, motín, ultraje y privación ilegal de la libertad), el pueblo estaba desconcertado. No sabía qué hacer. David Pájaro sugirió, entonces, que todos los reporteros que se encontraban en ese momento en Atenco quedaran secuestrados hasta la liberación de sus compañeros. América del Valle, la hija de Nacho, una chica de 22 años que no ha terminado su carrera en la Pedagógica Nacional, y cercana al CGH, contrarió a David frente a todos y los medios pudieron hacer su trabajo.


Ese día terminó el liderazgo de David y nació América como la vocera del movimiento. Ella fue la que negoció la liberación de su padre y de Adán tres días después, fue la que ordenó tomar la subprocuraduría de Texcoco para presionar a las autoridades de que Nacho fuera absuelto. Hasta ahora, la joven tiene convocatoria. Tanta que está en la mira de las autoridades.


Pero en un pueblo donde la tradición es que los hombres y los viejos sean los que manden, a América le ha costado un poco de trabajo ser una adalid. "Es que en Atenco decimos que un líder no se gana su lugar por ser letrado, sino por los chingadazos", dice Benigno, el regidor de Chimalpa.


Nacho hubiese querido que su hijo mayor, Ulises, fuera el heredero de esa tradición. El problema fue que el muchacho se casó terminando la secundaria. Además, es introvertido. Su trabajo se ha centrado básicamente en la organización: va con los ejidatarios de Tláhuac, de Xochimilco, de Cuajimalpa, visita Chiapas o Tepoztlán. Intercambia información, formas de cómo gobernar en autonomía. Ese, hasta el momento, ha sido su trabajo. Al final, me dice Benigno: "No sé cuál es el futuro de mi compadre, de Nacho, pero los Del Valle van a seguir en Atenco, de eso estoy seguro".

Y tiene razón.



Miércoles, 10 mayo 2006

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La visión de Magdalena/Fadanelli

La visión de Magdalena

Guillermo Fadanelli

La noche del dieciocho de septiembre de 1985 estuve intentando bajarle los calzones a Magdalena Godínez. ¿Por qué razón estaba yo haciendo algo semejante? Porque ninguna persona bien nacida, en su sano juicio y en la situación en la que yo me encontraba podría haber hecho otra cosa. Magdalena se resistía, pero no debido a que considerara una afrenta desprenderse de su ropa íntima, sino porque, afirmaba, se había apoderado de ella un mal presentimiento. ¿Qué clase de presentimiento puede hacer que una mujer así de entera se comporte como una colegiala? No lo sé, ni tampoco lo comprendo, pues en mi caso ningún augurio me habría impedido inmiscuirme entre las piernas de una mujer tan bella. Ni siquiera el saber que sería contagiado por una enfermedad africana me habría hecho dar un paso atrás en mis intenciones. No se me escapa que esta afirmación puede parecer absurda, pero me conozco y no está en mi ánimo tomar precauciones cuando mi cuerpo ha decidido lanzarse de bruces a una aventura: prefiero perderlo todo en una sola batalla.
Mientras intentaba convencer a Magdalena de que estaba cometiendo una insensatez, mi mente se hacía a un lado para detenerse en la posibilidad de que una vez terminada nuestra faena nos sucediera una desgracia. Las mujeres saben más del futuro que del pasado y podrían predecir el fin del mundo con mayor exactitud que un congreso científico. Basta que cierren las piernas y todo se va al carajo.
La conocí en Acapulco un mes antes de la noche fatídica del dieciocho de septiembre cuando se negó a entregarme sus pantaletas. No había nadie más en la alberca del condominio Galeón: sólo Magdalena, propietaria del departamento doscientos uno, y yo. ¿Qué hacía yo en ese condominio con vista al mar? Nada distinto a lo que hacía el resto de mis vecinos: olvidarse por unos días del gran monumento a la estupidez que un eufemismo se obstina en llamar Ciudad de México. Magdalena tenía dinero, un convertible y un departamento de lujo en Acapulco. Yo era pobre, pero acudía a mi amigo Mauricio Calderón que al igual que Magdalena tenía dinero, un convertible y un departamento de lujo en Acapulco.
-Creo que tenemos hábitos similares -le dije. Ella secaba su cuerpo a un costado de la alberca.
-No verás a nadie hasta después de las diez; su colesterol no se los permite -respondió sin mirarme. Áspera.
-Espero que jamás nos enamoremos -.¿Por qué dije esto?, no lo sé, acaso impulsado por la visión de su hermoso cuerpo dorado. Estaba próxima a los cuarenta, pero su dinero, su convertible y su departamento de lujo en Acapulco le restaban una década por lo menos.
-No te preocupes, estoy sola, no enferma. ¿Quién eres tú? -me preguntó. La respuesta, lo que siguió a la respuesta y las dos noches siguientes las conservo todavía en la memoria donde espero queden guardadas para siempre.
Un mes después de nuestro primer encuentro, Magdalena me llamó para citarme en su departamento de la calle Tabasco, en la colonia Roma. Lo primero que hizo fue preguntarme si la recordaba: coquetería innecesaria, pues estaba segura de que no la había olvidado y de que había estado pensando en ella todos los días.
-No sólo te recuerdo, te extraño -dije, limitando mis emociones a una frase convencional.
-¿Y entonces por qué no me has llamado, maldito hijo de puta?
-Temía molestarte.
-Por supuesto que me habría molestado, ¿podemos vernos esta noche? -no sé por qué razón pensé que me estaba citando en Acapulco. Aún así acepté.
A las nueve de la noche del miércoles dieciocho de septiembre de 1985 estaba yo frente a la puerta del departamento de Magdalena en la calle Tabasco (su departamento era en realidad una hermosa casa de piedra que había sido dividida en dos). A las diez habíamos terminado la primera botella de vino; a las once las botellas vacías sumaban dos; a las once y media estaba yo encima de ella intentando quitarle las pantaletas. Fue cuando comenzó a hablar del presentimiento.
Magdalena no era una mujer que se entregara a las supercherías y carecía de escrúpulos cuando el asunto era darse placer. ¿Entonces? Lo mismo me preguntaba yo.
-Va a suceder algo terrible, lo siento aquí -y se tocaba con un dedo el vientre desnudo.
-No, mi amor, estoy aquí para protegerte.
-Qué pendejo eres; estoy hablando en serio.
Decidí esperar. Y no miento al decir que me sentía un miserable, un jorobado, un ser al que una mujer decide despreciar sólo porque de repente tiene un jodido presentimiento. Fue en ese momento que abrimos la tercera botella de vino.
A las tres de la mañana, Magdalena tenía aún las pantaletas puestas, y además estaba más borracha que un cura. Al vino había seguido el whisky, así que yo también me encontraba fuera de combate. Pese a nuestro estado crítico continuamos conversando. Quien haya conversado con una mujer que sólo viste blusa y pantaletas sabrá que no existe placer más sofisticado. Quien no lo haya hecho puede seguir bregando.
-Tenías razón, Magdalena, ha sucedido una desgracia -dije, pero mis palabras no causaron en ella una reacción inesperada.
-Siempre tengo razón; de hecho fui educada para tener razón, ¿o tú qué crees?
-Si quiero una erección tendré que esperar hasta mañana. Tú misma has provocado la catástrofe -dije. No sé si arrepentida, Magdalena me abrazó y puso sus labios sobre mi pecho:
-Perdóname, hombre, y sírveme otra copa.
En la recámara no existían rastros de matrimonio, o presencias infantiles. ¿A qué se dedicaba esta mujer? La recámara, tan amplia como mi casa entera, tenía encima la mano de varios sirvientes esmerados y fieles. No había en ese departamento huellas de una vida en comunidad: ¿una viuda que ha encontrado en su repentina libertad un placer nunca imaginado? Me pregunté si Magdalena no sería una vendedora de arte, pero no pude responderme porque me quedé dormido y desperté a las nueve de la mañana cuando la ciudad se había venido abajo.
-La casa se ha puesto en huelga -dijo Magdalena-. ¿Qué carajos hiciste?
-Nada, estoy levantándome.
-Tampoco puedo hacer llamadas -Magdalena seguía ebria y caminaba ansiosa de un lado a otro de la recámara.
-Tomando en cuenta tu comportamiento de anoche, creo merecer que te quedes conmigo esta mañana.
-Lo que necesitamos es un buen desayuno, conozco un lugar a dos cuadras de aquí.
Dos cuadras fueron suficientes para darnos cuenta de que, mientras dormíamos, la ciudad había intentado matarse. Mudos, permanecimos de pie frente a los escombros de un edificio. Allí, desesperado, un hombre arrancaba piedras de lo que había sido su casa. Pedía ayuda, pero cada quien estaba concentrado en su propia desgracia: el polvo dando vueltas en el aire, el silencio de camposanto, las miradas incrédulas, la voz de un radio de baterías haciendo el recuento de los daños, eran las notas centrales de una sinfonía fúnebre. Tomé de la mano a Magdalena para volver a su casa. Entramos a ciegas, como quien desea volver a un hermoso sueño que recién ha abandonado. Serví licor en dos vasos y bebimos en silencio hasta que Magdalena volvió a quedarse dormida.

Fadanelli. Autor de Lodo y La otra cara de Rock Hudson, entre otras novelas.

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Escenas de un mundo incumplido/De Mauleón

Escenas de un mundo incumplido

Héctor de Mauleón

Uno


Los periódicos del 19 de septiembre de 1985 producen una de las sensaciones más extrañas del mundo. Son los diarios impresos la noche anterior al temblor, cuando nadie sabía que se estaban viviendo las últimas horas del mundo antiguo. Son los diarios que nadie leyó: quedaron olvidados en los kioscos, mientras la gente buceaba entre los escombros llorando por sus muertos. Contienen un mundo incumplido. Resultan perturbadores porque están llenos de algo que jamás llegó.
Ese jueves iba a jugarse el primer partido de la semifinal entre América y Atlante: las habilidades de Zelada, Brailovsky, Vinicio Bravo y Gonzalo Farfán parecían superar las más modestas de Pedro Soto, el “Pueblita” Fuentes o el “Chocolate” García. Para ese día estaba programado el estreno “mundial” de Gavilán o paloma, película sobre el auge y caída del Príncipe José José, que sería exhibida en 28 salas de la capital. Luis Miguel, Lucerito, Menudo y Parchis se presentarían en un programa especial, por el Canal 2, a las 14:30. Luego comenzaría el ciclo “Tardes de juventud”, con una película de Silvia Pinal y Rafael Bertrand.
Si la vida hubiera seguido como de costumbre, Julieta Bracho habría dado en ese mismo canal una lección más del curso de inglés Follow me; por la tarde, Irán Eory conmovería a su público con el nuevo capítulo de la telenovela Principessa, y por la noche Blanca Sánchez y Enrique Rocha promoverían la llegada del Videocentro a través de un programa en el que serían transmitidas “las más grandes escenas de las películas que videocentro tiene para su renta”.

Dos
Se esperaba un día nublado, con posibilidad de lluvias por la noche. Era el día de las Emilias, las Constanzas, los Ricardos y los Geranios: los festejados podrían celebrar su onomástico viendo el show de Vitorino en el Quórum del Hotel Crown Plaza, o podrían asistir al Teatro República para reírse con los albures de Chóforo y Varelita (que escenificaban La que quiera azul celeste que se acueste). También podrían adquirir un boleto para las 250 representaciones de La perricholi, obra en actuaba Rosenda Montero. En los Televiteatros de Cuauhtémoc y Puebla, iba a representarse José el soñador. En el Morocco, del Conjunto Marrakesh, cantaban esa noche Jorge Vargas, Alicia Juárez y Cruz Infante. El cine Regis sacaría de cartelera El vuelo de la cigüeña (última cinta que proyectó) para estrenar, en la tarde, una película de José Carlos Ruiz: Vidas cruzadas.
Quizá las Emilias, las Constanzas, los Ricardos y los Geranios iban a recibir presentes adquiridos en la tienda departamental Salinas y Rocha, que anunciaba descuentos en máquinas de coser, aspiradoras, motocicletas y ventiladores. En ese jardín de senderos que bifurcó el terremoto, la procuradora capitalina Victoria Adato había contemplado recorrer las nuevas instalaciones de la dependencia, en la colonia Tránsito. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología, encabezada por el villano de esos días, Guillermo Carrillo Arena, anunció que el problema de vivienda estaba a punto de ser resuelto: el gobierno federal haría una inversión de 630 millones de pesos para construir unidades habitacionales que beneficiarían a 770 mil familias.
Para ese mismo día, la Secretaría de Hacienda anunciaba la puesta en marcha de la “Operación Tepito”, cuyo objetivo era desterrar para siempre, de esa parte de la ciudad, el contrabando.

Tres
A las 7:19, el sendero se bifurcó. El día que se esperaba nublado se convirtió en “jueves negro” (de acuerdo con la denominación ensayada por Emilio Viale en las páginas de El Universal). Las instalaciones que Adato pensaba recorrer se cayeron: bajo los escombros aparecieron los cuerpos de delincuentes torturados. El problema de vivienda no sólo no se resolvió, infinidad de edificios construidos por el apenas 24 horas antes triunfal Carrillo Arena, se volvieron cascajo. Comenzó el “jueves negro” con la ciudad sin agua, sin teléfonos, sin energía eléctrica. Dejó de funcionar el Metro, hubo fugas de gas. Todo era polvo y humo. Todo era ruinas y devastación. Nunca olvidaré el semblante de la gente parada en las esquinas de la colonia Roma: miraban una ciudad que ya no conocían.
Ese día el tráfico se paralizó, salió a flote la miseria escondida en las vecindades. Caminé por la Roma porque había sabido que el edificio donde vivía un amigo se había venido abajo. En Orizaba y San Luis viví los segundos más angustiosos que recuerdo: los referentes habían desaparecido y no supe en qué sitio, en qué calle, en qué esquina me encontraba.
Acababa de nacer otra ciudad, de la que veinte años después no hemos escapado. El tráfico sigue paralizado y la miseria escondida en las vecindades, como polvo guardado bajo la alfombra, ocupa ahora con membrete oficial ambas aceras de la calle. Resulta inconcebible que horas antes del desastre los políticos hayan anunciado la llegada de un mundo mejor. Había, sin embargo, otras señales. Como si la ciudad nos jugara bromas crueles, en la marquesina del cine Tlatelolco se anunciaba la película de Carmen Salinas Tú puedes mexicano, y en la marquesina del Cinema uno, que quedó reducido a polvo, se estrenaba esa noche Solos en la oscuridad.
Qué extraño hojear ahora esos periódicos. Ante la promesa de ese mundo incumplido, y otra vez de la mano de Borges, es fácil pensar que efectivamente los senderos se bifurcaron. Que en algún lugar el Cinema uno exhibió Solos en la oscuridad, que en ese mismo sitio el Regis estrenó Vidas cruzadas; que Vitorino debutó en el Quórum, y que la gente salió a la calle al terminar la función: se disgregó en el manto oscuro de la ciudad, iluminado intermitentemente por vendedoras de tamales, cafés de chinos y puestos de quesadillas.
Pero de este lado, en donde antes estuvieron esos sitios no hay más que lotes baldíos y estacionamientos, cicatrices que tuvimos, y se quedaron para siempre.

De Mauleón. Periodista y escritor.

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El verdugo de Don Victoriano/Suverza

El verdugo de Don Victoriano


Alejandro Suverza


Lo apodaron El Matarratas. Era el sicario principal de Victoriano Huerta. ¡No me maten papacitos de mi vida, no me maten que yo sólo cumplía órdenes!, les suplicó a los gendarmes de Venustiano Carranza que a fines de 1914 dieron con su paradero. En los días siguientes, José Hernández Ramírez, El Matarratas, confesó ante un juez que por lo menos diecisiete de sus más de sesenta víctimas se encontraban bajo tierra en el Panteón de la Villa de Guadalupe.

Políticos, militares constitucionalistas y revolucionarios, periodistas y poetas habían pasado por sus caricias tortuosas. Qué se podía esperar de este hombre que era señalado como brazo ejecutor del usurpador Victoriano Huerta, que al arrebatar el poder a Francisco I. Madero, soltaba frases nada sutiles: “Maten y asesinen, que sólo matando a mis enemigos se restablecerá la paz”, o “Para salvar a México, yo nunca he creído que se pueda emplear otro medio que el brutal de la represión, que yo puse en práctica”.

El Matarratas cumplía las enseñanzas al pie de la letra. Él mismo, ya en prisión y con una botella de tequila por delante, le había contado al reportero Nick Carter sobre el crimen del general maderista Gabriel Hernández. Se lo habían llevado a la Inspección General de Policía, una casona de Humboldt 39 que fue habitada por Porfirio Díaz, y tras la caída de Huerta recibió el nombre de la Casa del Crimen.

Nick Carter contó que en ese sitio Ignacio Pardavé “El Torero”, otro hombre apodado El Jorobado, así como José Hernández, torturaban y asesinaban a sus víctimas para lograr ascensos y gratificaciones en plata.

Al general maderista lo colgaron de los dedos del barandal del corredor. “Creyó que lo íbamos a matar, y cuando vio la reata dijo que mejor lo matáramos con bala, no ahorcado. Lo colgamos y mientras unos le daban bofetadas, otros le poníamos calambres en los pies”, relató José Hernández.

Decía también El Matarratas que al general Gabriel Hernández se le estaba chamuscando el cuero de los zapatos. “Comprendimos que sufría mucho y oímos todo lo que él nos decía, pero entonces más cerillos y más golpes...”.

Luego, los de la montada lo fusilaron en el patio del cuartel. Se sabía que las órdenes venían del ofendido Victoriano Huerta, quién lo mandó matar porque persiguió y fusiló a un sobrino del general huertista Bretón, que había asaltado una finca allá, por Hidalgo.
Época en la que los presidentes en turno despachaban en el Castillo de Chapultepec.
De traiciones, de emboscadas, de ataques y resistencias. Convoyes del Ejército Constitucionalista salían de la estación de Buenavista hacia el norte del país para repeler los ataques villistas. Rebeldes y revolucionarios zapatistas acechaban en las afueras de la capital. Los trenes viajaban con escoltas de hasta doscientos soldados para defender a la aristocracia de los asaltos revolucionarios. Los regimientos de artillería de “los pelones” se ubicaban en los pueblos de Tlalpan y Tacubaya. La sierra o el monte estaban a tiro de piedra.
Época de poderes efímeros. No hacía ni dos meses que la Decena Trágica —en que los huertistas asesinaron al presidente Francisco I. Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez— se había consumado. Victoriano Huerta arrebataba la Presidencia y asumía el interinato. Los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón le hacían esquina para sepultar a cualquiera que se pusiera en el camino.

¡Ay de aquel que hablara públicamente o a través de un medio impreso en contra del usurpador! Fueron por lo menos diecisiete meses de crímenes de Estado. Era asesinado el diputado Serapio Rendón que no sólo en el Congreso, sino en el Hemiciclo a Juárez, llamó asesino a Huerta. El 7 de octubre de 1913 era asesinado también el senador chiapaneco Belisario Domínguez, que tras serle negado leer dos discursos en el Congreso, los imprimió y repartió en las calles. Uno de éstos decía: “…don Victoriano Huerta es un soldado sanguinario y feroz que asesina sin vacilación ni escrúpulos a todo aquel que le sirve de obstáculo”.
El Matarratas, que se desempeñaba como gendarme de la policía huertista, había ido por él hasta el cuarto 16 del hotel Jardín y lo llevó al panteón de Coyoacán. Junto con Gilberto Márquez y el jefe de la gendarmería a pie, Alberto Quiroz, después de asesinarlo a balas, lo desvistió. Ordenó al sepulturero hacer su trabajo, no sin antes permitir que el ministro de Gobernación huertista, Aureliano Urrutia, le cortara la lengua al cadáver, para enviársela a su compadre Victoriano.

El Matarratas aparecía en la escena de por los menos sesenta crímenes. Había matado a puñaladas a los políticos Gabino Morales y Aurelio Perales, y al periodista Juan Pedro Didapp. Al poeta Solón Argüello. Se asegura que envenenó con cianuro al editor de El Correo de Mazatlán, Mariano Peimbert. Pero no por utilizar ese veneno le vino el apodo.
José Hernández Rodríguez, “El Matarratas”, había adquirido el mote por dos circunstancias. La primera, cuando como policía vigilaba la escuela de tiro en San Lázaro y mató a un ladrón que se le abalanzó con un puñal. Y la segunda, cuando en la Chinampa de Tetelco dio muerte a tres asaltantes que huían con el botín.

Tras él estaban la tortura y asesinato de treinta y un personajes de la política mexicana. A la mayoría les había clavado el puñal hasta el cansancio. Cuando lo aprehendieron, tenía por lo menos treinta y cinco. Cabello quebrado y negro. Ojos café oscuro. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha. Era lampiño. Tenía aspecto entre campesino y maleante. Se dice que trabajó a las órdenes del jefe de la Policía Reservada, Gabriel Huerta, y su lugarteniente Tirso Meléndez. En el grupo estaban también los gendarmes Manuel Pasos, Ignacio Pardavé
“El Torero” y otro apodado El Jorobado.

Utilizaban como centro de operaciones la Inspección General de Policía que después se conoció como Casa del Crimen. Según el cronista Agustín Sánchez González, El Matarratas fue policía durante catorce años y perteneció a la segunda compañía. Con el paso del tiempo se convirtió en agente de la Reservada, de la que era jefe Gabriel Huerta. Allí fue donde conoció al inspector Alberto Quiroz, de quien se decía era yerno de Victoriano Huerta.
Félix Díaz le regaló una pistola en la que grabó la leyenda: “Al agente cumplido José Hernández”. A finales de 1914, en víspera de año nuevo, la entonces policía de Venustiano Carranza le siguió la pista por orden del juez primero de Instrucción, Alberto Rodríguez Aréchiga, que llevaba a cabo el esclarecimiento del crimen de Belisario Domínguez.

Al Matarratas lo hallaron en San Martín Texmelucan, Puebla, de donde era presidente municipal su hermano Juan. Reconoció haber matado a puñaladas a más de sesenta. La mayoría de ellos enterrados en los panteones de Coyoacán y la Villa. Quizás por él pagó Aureliano Urrutia —el ministro de Gobernación que le cortó la lengua al cadáver de Belisario Domínguez—, a quien una tarde de 1913 le enviaron un costal de yute a su casa. Dentro venía su pequeña hija de siete años. Le habían clavado cincuenta y dos puñaladas.
El mensaje escrito a máquina decía: “Ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente”.
Aquel día que lo agarraron, el sicario fue llevado a la Inspección de Policía. Era Nochebuena y pasaban de las ocho de la noche cuando vino el cambio de guardia. Él pensó que le llegaba la hora y sacó del bolsillo un frasquito con cianuro. El veneno le dio tiempo de escribir unas palabras: “Comprendo muy bien que me van a fusilar, me pude escapar la primera vez, pero esta vez ya no es posible, no tengo valor para verme frente al cuadro [de fusilamiento] y por eso mismo yo me quito la vida. Señor tenga piedad con mis pobres hijas…” Hasta ahí le alcanzó el veneno. La Casa del Crimen, que antes le había servido para torturar y asesinar, ahora le servía de velatorio.
José Hernández Ramírez, “El Matarratas”, en el apodo llevaba la penitencia.


Suverza. Periodista.
posted by Pedro Díaz G. @ 9:18 AM0 comments

Casanova, Señor de las Moscas/De Mauleón

Casanova, el Señor de las Moscas





Héctor de Mauleón

Una noche lo encontraron, ebrio e inconsciente, en un rincón oscuro de la Plaza Garibaldi. Apenas pudo decir su nombre cuando fue registrado en un albergue de indigentes. Vivió ahí durante dos meses, hasta que el 25 de noviembre de 1980 el corazón se le inmovilizó. Había estado conversando, desde su catre, con otros dos asilados; de pronto se quedó con la mirada fija en el techo. Así la tenía cuando le cerraron los ojos.

-Sácame de aquí. Quiero morir en la calle, morirme viendo las estrellas -le había dicho a un amigo que alguna vez lo visitó en el manicomio.

Su deseo no se cumplió. Casanova abandonó el mundo en un cuarto estrecho y asfixiante. Nadie reclamaría el cuerpo: las autoridades deportivas tuvieron que hacerse cargo de su sepelio. En 1950 se le había declarado <>. Años después se le entregó el trofeo <<Ídolo de Todos los Tiempos>>. Sin embargo, el hombre que cimbró toda una época moriría absolutamente solo.

La historia se ha manoseado, repetido hasta el hartazgo:

-Nadie había podido adentrarse así en la médula del pueblo mexicano. Nadie logró conmover de ese modo al público de su tiempo. Y sin embargo, el derrumbe de Casanova tampoco tuvo sus precedentes. Rodolfo subió y cayó con la misma fuerza, triunfó y se desplomó con la misma intensidad -dice el cronista deportivo Antonio Andere.

<> -escribe Carlos Monsiváis-, Casanova es la visión cruel, lacerada, agónica, suplicante, del mexicano que ya se enteró que todo triunfo es limitado y todo fracaso inabarcable; Casanova nos pertenece como ser emblemático, como alegoría profunda y llagada del México donde uno se enseña a saber perder>>.

A principios de 1932 varios hechos de sangre -entre los que destaca el asesinato del compositor Guty Cárdenas- sacuden a la sociedad mexicana. Bajo los titulares enrojecidos pasa inadvertido el debut, en la Arena Nacional, de un boxeador al que los promotores han bautizado como Young Casanova. En las páginas del El Universal, sólo un par de líneas dedicaría al suceso el cronista Mr. Hook: <>.

Si el silencio cuele convenir a la edificación de una leyenda, tampoco una semana más tarde, cuando aquel desconocido subió al ring para enfrentar al excampeón Julián Villegas, hubo grandes comentarios. Y sin embargo Villegas fue derribado varias veces, se mantuvo en pie hasta el campanazo final <>.

Recuerda el periodista deportivo Sony Alarcón:

-En una época en que la televisión no existía, la radio estaba en pañales y los periódicos eran poco leídos, la fama que con unas cuantas peleas adquirió Casanova comenzó a correr con rapidez sorprendente. Rodolfo subía al ring casi cada semana, para demoler uno a uno a todos sus rivales.

A lo largo de los seis meses siguientes, el novato sostuvo once peleas más. Ganó nueve por nocaut y dos por decisión. La mayor parte de sus adversarios fueron a la lona antes de comenzar el cuarto round.

-Verlo boxear era un espectáculo impresionante. Casanova estrujaba el alma. Su entrega era indescriptible. Uno de sus manejadores, Luis Morales, tuvo la idea de untarle aceite en el cuerpo para hacerlo brillar bajo la luz de los reflectores. Cuando él se quitaba la bata, uno tenía la impresión de que estaba viendo a un príncipe azteca, a una especie de héroe mitológico.

En poco tiempo los candidatos a víctimas locales quedaron agotados, y llegó para Casanova la primera prueba de fuego. Los promotores decidieron enfrentarlo, en el antiguo Toreo de la Condesa, con el filipino Speedy Dado, a quien el especialista Nat Fleischer consideraba el segundo peso gallo del mundo.

La afición estaba ávida de emociones fuertes: el boxeo profesional acababa de nacer -apenas en 1928 había sido formada la Comisión de Box del DF- y los ídolos surgidos hasta entonces no habían demostrado ser sino simples estatuillas de barro: Alfredo Gaona <>, al talento de Luis Arizona, David Velazco o Manuel Villa, le faltaba la chispa capaz de encender las arenas. De hecho, en aquel firmamento primigenio sólo otro candidato aspiraba a avasallar la devoción del respetable: el joven Kid Azteca, que esa misma noche le iba a disputar a David Velazco el título nacional de los welter.

Los diarios afirmarían al día siguiente que el amanecer de los ídolos había comenzado.

Casanova tenía dieciocho años de edad y escasos seis meses dentro del boxeo profesional. No había enfrentado jamás a una figura de renombre. Dado, en cambio, peleaba desde 1925. Además de ocupar una posición privilegiada en la clasificación internacional, el portento de sus puños, que combinaba la velocidad con la contundencia, había logrado demoler a más de un campeón mundial.

En la penúltima pelea de esa noche, Kid Azteca subió al ring y destronó a David Velazco por decisión. El ambiente hervía cuando Casanova salió del vestidor. Según los apuntes de Mr. Hook, más de veinte mil espectadores estallaron de euforia cuando, apenas a un minuto de iniciado el encuentro, el mexicano envió al otro a la lona. De ahí en más, la pelea se convertiría para el filipino en un verdadero infierno: en el tercer round intentó abandonar el combate, <>, en el cuarto cayó estrepitosamente, bajo las feroces andanadas de ocho onzas lanzadas por Casanova. Escribía Mr. Hook: <>.

El triunfo de Kid Azteca era quizá más importante, pero desapareció en medio de la euforia. Casanova había nacido y empezaba la leyenda. Aunque nadie pensara en eso, aquella noche también se confirmaba una certidumbre melancólica: la condición del ídolo es la muerte.

Rodolfo Casanova es hoy una sombra que deambula por el panteón de los ídolos nacionales.

-No hay libros sobre su vida y las crónicas de sus peleas andan perdidas en los periódicos... -dice el exboxeador Carlos Montes.

Amigo inseparable de Kid Azteca y, si se le requiere, testigo presencial de la vida boxística de México en los años treinta, Montes agrega:

-Se dicen muchas cosas de Rodolfo, pero no todas son ciertas. La verdad debían conocerla bien sus familiares, pero todos ellos han desaparecido... Parece que se los tragó la tierra.

Montes hace una pausa para mirar el puñado de hojas manuscritas que sostiene entre las manos. Dice:

-Yo he escrito algunas cosas. Son datos generales, pueden ayudar a iluminar un poco más el pasado de Rodolfo.

Se trata de una biografía casi telegráfica: <>.

Se lee después:

Antes de que se le conociera como el Chango -apodo que le pusieron porque tenía los brazos muy largos- lo llamaron el Nevero de la Lagunilla porque trabajó en un mercado que estuvo donde después se construyó el Deportivo Guelatao. Era un mercado de madera, que tenía anuncios muy grandes afuera de cada local. En la nevería de don Francisco Osorio, el letrero decía: El nevero de la Lagunilla. Rodolfo trabajaba ahí como ayudante, batiendo los botes con hielo y con sal.

En toda obra colectiva la verdad se desfigura de manera irremediable. Al ídolo se le corrige, se le interpreta, se le inventa. En medio de la confusión, un hecho claro: Rodolfo Casanova nació en la ciudad de León, en junio de 1915. Su padre, Rafael Casanova, fue enterrado por la Revolución al año siguiente. Jerónima Núñez, su madre, emigró a la capital y se instaló con sus hijos en las cercanías de Tlatelolco.

-A los nueve años andaba yo descalzo, nunca supe lo que era un juguete; mi madrecita con dificultades nos mantenía... No sé decirlo, sólo fui un par de años a la escuela, me gustaría poder explicar lo que sentía... Era algo así como un dolor en el pecho ver que mi madre trabajaba de sirvienta. Me prometí sacarla de ahí lo más rápido posible y por eso dejé la escuela y me fui a trabajar -narró el propio Casanova, en 1979, al reportero Sergio Lara Mejía.

Por lo demás, en la mitografía de este peleador aparecen reiteradamente dos historias.

Una: a finales de los años veinte, el exboxeador Manuel Canseco, que trabajaba como chofer de la línea Roma-Mérida, decide contratar los servicios de un cobrador que le ayude, llegando el caso, a bajar del camión a los pasajeros indeseables. Un pleito presenciado en La Lagunilla habrá de revelarle que el nevero Rodolfo Casanova es el candidato ideal: basta pulirle algunos defectos, lo demás puede aprenderlo sobre la marcha. Casanova es contratado por el chofer y no tarda en poner los puños en acción. Canseco, boxeador fracasado, descubre en su empleado un ídolo en embrión y lo recomienda con el afamado manager Tío Torres. Desde luego, Torres también queda deslumbrado y decide iniciar al muchacho en el pugilismo profesional -Canseco, por su parte, también tomó parte en el negocio y al paso del tiempo fue manager, entre otros, del célebre Pipino Cuevas.

Dos: en los estrechos círculos boxísticos de La Lagunilla, el guanajuatense Carlos Casanova se revela de pronto como un virtuoso del pugilismo; en 1928 es invitado a representar a México en las Olimpiadas de Amsterdam, pero La Fatalidad, que en este caso se llama <>, impide que el joven participe en los Juegos. Carlos abandona así el boxeo, aunque su ejemplo ha echado raíces en el ánimo de su hermano menor, Rodolfo, quien se empeña en imitarlo. El chofer Manuel Canseco lo descubre y lo incorpora al grupo de peladores amateurs de la línea Santiago-Algarín. Ahí lo encuentra el cronista deportivo Fray Nano -director del diario La Afición- quien más tarde habrá de presentarlo con el promotor Jimmy Fitten, el Don King de México en los años treinta.

1933 es el año deslumbrante: doce nocauts; sólo una palea perdida. El rival más temible, News Boy Brown, a quien nadie había podido noquear, cae fulminado en el tercer round.

Los adjetivos se acumulan. No importa que Rodolfo amanezca cada vez con mayor frecuencia en las delegaciones, que el manager deba ir a sacarlo de las cantinas, que su afición al relajo lo vuelva incontrolable. ¿Qué importa, si el gancho a la quijada aparece invariablemente y Rodolfo es fajador, duro, valiente y siempre está listo en el momento justo?

Johnny Zavala, Baby Palmore, Juan Rivero, Willie Davis y Little Dempsey caen en tres rounds. El promotor Fitten comprende que, pese a que <> parecen disminuir el potencial de Rodolfo, la hora de enfrentarlo con un campeón mundial por fin ha llegado.

El campeón se llama Sixto Escobar y es puertorriqueño. Hasta ese momento, ningún mexicano ha logrado fajarse un título mundial. La pelea despierta un interés inusitado: Casanova encarna la única esperanza de un pueblo acostumbrado a la derrota; los diarios lo convierten en héroe nacional.

El combate se celebra en la ciudad de Montreal. Las apuestas parecen favorecer al mexicano: nadie ha resistido su gancho a la quijada. Pero Escobar no sólo lo resiste, también lo persigue, le abre las cejas, lo dobla con un cruzado de derecha y luego le asesta dos golpes cargados de dinamita. Casanova se desploma sobre la espalda y rueda hasta quedar bocabajo. Tarda dos minutos en recuperar el sentido mientras en la Ciudad de México, donde se sigue la pelea por radio, se hace un silencio atroz.

<<¡Honda decepción!>>, reza un titular al día siguiente. Páginas adentro, advierte con indignación un periodista:

Casanova está en peligro de correr la misma suerte de otros boxeadores mexicanos, los cuales, por verse obligados a sostener demasiados pleitos, acabaron su carrera en plena juventud. A lo anterior hay que añadir que nuestro popular púgil no se ha distinguido precisamente por la observancia de métodos de vida propios de su profesión. Todavía es tiempo de recuperar el terreno perdido, si sus directores no persisten en acabar con la gallina de los huevos de oro.

La moneda estaba en el aire. <>, escribiría Manuel Seyde. Pero la moneda venía cayendo, ante la indiferencia de todos.

-Antes de ir a Montreal, Casanova le depositó palabra de matrimonio a su novia. Iban a casarse cuando él regresara. Perder la pelea fue para él un golpe muy duro. Pero la mayor decepción se la llevó al regresar del viaje. Cuando buscó a su novia descubrió que se había ido con otro.

Kid Azteca enciende un cigarrillo sin filtro y aspira profundamente mientras busca los recuerdos perdidos a lo largo de sus ochenta y cuatro años.

-Nunca se repuso -agrega al fin-. Jamás volvió a ser el mismo. Siempre he pensado que fue ahí donde perdió la fe. Se metió a los cabarets y anduvo emborrachándose durante semanas.

No se supo nada él durante casi tres meses. Los periódicos dejaron de mencionarlo. De pronto, alguien apareció para salvarlo.

-Se trataba de un militar -recuerda Sony Alarcón-: el general Palma. Era un fanático suyo. Le dijo: <>, y lo encerró en un cuartel para alejarlo de la bebida. También le puso nuevos entrenadores, porque los anteriores no podían controlarlo.

Casanova entrenó bajo la vigilancia de Palma varias semanas. La noticia de su reaparición no emocionó a nadie, aunque iba a disputar el título nacional de los plumas con el joven valor Juan Zurita.

Incluso Mr. Hook se mostraba escéptico. Desde su perspectiva, Casanova se veía <>, parecía <>. Y sin embargo, al desarrollarse el combate, aquel autómata se volvería un vendaval que llevó al campeón al borde del nocaut y terminó poniendo de pie a un público que regresaba al redil entre retorcimientos histéricos.

-¿Hasta dónde habría llegado Casanova si hubiera tenido la fortuna de vivir otra vida? -se pregunta Sony Alarcón.

No existen respuestas. Lo cierto es que aquel 15 de septiembre de 1934 Casanova se reconciliaba con el público y bajaba del ring convertido en el nuevo campeón de México.

La amenaza viene desde lejos y su nombre comienza a resonar en todas partes: Joe Conde.

Cuando lo tiene enfrente por primera vez, Casanova se siente avasallado por sus ojos incisivos, su sonrisa burlona.

Nadie sabe cuáles son las fibras que le mueve. ¿Es el calzoncillo negro adornado con una calavera blanca, o el casimir inglés, el delgado bastón, la gardenia pálida que Conde se coloca en el pecho al salir de la arena?

-Indio ignorante -le dice el recién llegado durante su primera pelea. Y luego gruñe palabras ásperas, voces en inglés que su rival no entiende.

Nadie, salvo Sixto Escobar, había podido noquearlo. Ahora, inseguro y con lágrimas en los ojos, el nevero falla golpe tras golpe. Cae en el cuarto round y esconde la cara entre los guantes. Conde le quitaría el cinturón dos veces más. Iba a convertirse en su pesadilla, su infierno exclusivo y particular.

Es enero de 1936 Casanova está todavía en la cima de su gloria y acomete la empresa más grande de su carrera: en una de las peleas más dramáticas que se recuerden, vence al campeón mundial Freddie Miller, que había permanecido invicto a lo largo de ciento setenta combates.

En el Toreo de La Condesa no cabe un alfiler. En unas cuantas horas se venden veinticinco mil boletos. El combate, sin embargo, empieza con mala fortuna para el mexicano. Miller demuestra por qué es el campeón. No le toma demasiado esfuerzo enviar a Casanova a la lona. Escribe el exboxeador Raúl Talán: <>.

Según El Universal, <>. Casanova, sin embargo, no se entrega fácilmente: sigue yendo al frente, cabecea, se encorva, mueve las piernas. Los rounds comienzan a correr y la magia opera de nuevo. Mientras el recinto se va convirtiendo en <>, Freddie Miller comienza a recibir la peor paliza de su vida: la campana del noveno round lo sorprende buscando una esquina en la cual esconderse. No está en juego el título mundial, pero eso a nadie le importa: Abelardo Rodríguez, presidente de México, se pone en pie, algunas mujeres se echan a llorar, y Fray Nano escribe la columna que bautiza a Casanova como <>.

La frase dará pie a una película memorable -rodada por Alejandro Galindo en 1945-, pero encerrará fatalmente el destino del boxeador: a partir de 1938 Casanova es ya <>. Tony Mar lo vence en diez rounds. Panchito Villa lo derrota en dos ocasiones y Juan Zurita lo noquea sin esfuerzos durante un combate sostenido en Guadalajara. Vaticina crudamente un periodista: <>.

En rápida sucesión, rodeado por los densos vapores del alcohol, el Chango pierde con Ray Campo, Pedro Ortega, José Luis Vera y George Dixon II. Un día la cabeza se le llena de voces y tiene que pedir a gritos que alguien aleje las visiones que lo persiguen por las mañanas. Las sombras lo ha alcanzado. <>, informa un diario.

En 1943 alguien que se parece a Rodolfo Casanova sube al ring de la Arena Coliseo. Le quedan resabios de velocidad, débiles instantes en que chisporrotea impecablemente su antigua técnica. Pero en general, aquello es una sombra. Por lo demás, la Arena Nacional ha desaparecido, Joe Conde se ha retirado y el tiempo borra las huellas de Mr. Hook. El cronista deportivo de El Universal es ahora un tal A. Lego. Escribe en la edición correspondiente: <>. Algunas franjas del público abandonan la arena por considerar aquello <>. Algunos más se conduelen: cuando Casanova noquea a un rival mediocre y desconocido, comienzan a lanzarle monedas que él recoge lastimosamente. Indignado ante el espectáculo que <>, A. Lego pide a las autoridades una contribución que asegure la tranquilidad del ídolo. Nadie responde.

De ahí en más, Casanova encarnaría el mito del perdedor, entrando y saliendo del manicomio, rehabilitándose durante algunos meses para volver a caer después, y viviendo de limosnas, de préstamos, de caridades. Es el teporocho de Garibaldi, el borrachín que recorre San Juan de Letrán causando lástima y asco.

<> le hacen decir en una película de boxeadores -Guantes de Oro, 1959-, para aludir a su lucha contra el alcoholismo. Pero Casanova pierde otra vez, y cada que los diarios se asoman a su vida es para confirmar la intensidad de su tragedia.

El reportero Marco Erasmo Ortiz lo encuentra treinta y un años después, en 1974, trabajando en una vulcanizadora del rumbo de Mixcoac. Casanova parece a salvo del delirium tremens: posa para las fotos alzando pesadas llantas de tráiler o mostrando unos puños que siguen pareciendo contundentes.

<>

Sin embargo, el Chango abandona ese sitio poco después y el infierno se abre para conducirlo al cuarto en donde un desconocido se encargará de cerrarle los ojos. Una sábana cubrió el cadáver. En la habitación no había guantes, ni títulos, ni amigos, ni nada.

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La Fuga del Rafles, De Mauleón

LA FUGA DE EL RAFFLES

Héctor de Mauleón

UNO

Durante cerca de setenta años la cárcel de Belén ofició como uno de los sitios más crueles y temidos de México. Se trataba de un viejo colegio novohispano al que la acción desamortizadora de la Reforma había convertido en cárcel pública en 1862, y que Justo Sierra consideraba <>. Pensada para albergar un máximo de seiscientos reos, hacia 1890 alojaba a casi siete mil infelices que por las noches se hacinaban en los <>: dos cavernas húmedas, en cuyo centro solían alzarse dos barriles, uno relleno de agua y otro de desechos nocturnos.

Las condiciones sanitarias del presidio eran tan precarias que incluso el periódico El Tiempo llegó a solicitar la libertad de los prisioneros, <>. En una ocasión, el alcalde le negó la entrada a un reportero extranjero, <>. Por un reportaje que Heriberto Frías escribió en 1895, y que en abril de ese mismo año fue publicado en las páginas de El Demócrata, sabemos que los dormitorios estaban infestados de pulgas, que las ratas aparecían flotando en el caldo que impedía a los prisioneros la muerte por hambre, y que <>, así como la tifoidea y la tuberculosis, eran epidemias obligadas del encierro.

Acusado de un pequeño hurto, y luego de pasar ocho meses en aquella prisión donde llegó a conocer a la flor y nata del hampa mexicana, Frías -a quien los presidiarios bautizaron, al principio con desprecio y luego con cariño, bajo el apelativo de El Roto Tuerto-, informó en el citado reportaje:

<>.

Las autoridades decían que era imposible fugarse de ahí: el cuerpo de celadores estaba reforzado permanentemente por un destacamento federal compuesto por más cien de hombres. Con todo, varios personajes que luego ocuparon lugar estelar en la historia criminal del país lograron escapar de la institución. Una tarde de 1880, tocado con el sombrero y enfundado bajo el abrigo de un visitante, el célebre Jesús Arriaga, más conocido como Chucho el Roto, cruzó la puerta principal del presidio y desapareció entre la gente que caminaba bajo los arcos cercanos. También escaparon de ahí, primero en 1913 y luego en 1915, el delincuente español Higinio Granda y algunos de los testaferros que más tarde integraron la Banda del Automóvil Gris: esa organización criminal estrechamente vinculada al carrancismo, que por dos años consecutivos sembró el terror en la capital y estuvo integrada por hombres que no se conocían entre sí -y a los que un jefe invisible proveía de uniformes y documentos oficiales.

La fuga más espectacular se verificó, sin embargo, el 13 de febrero de 1932. Al siglo XX le quedaba un largo camino por recorrer, pero los diarios no vacilaron en calificarla como <>. Su protagonista fue Roberto Alexander Hernández, un hombre que llegó a la gloria por la puerta trasera y se convirtió, durante un tiempo, en uno de los personajes más célebres de México.

Alexander había nacido hacia 1900, dos años después de que la implacable política de pacificación porfirista, brutal con plagiarios y bandidos, hiciera morir a Chucho el Roto en las tinajas de San Juan de Ulúa. En los archivos policiacos fechados entre 1920 y 1932, Alexander apareció bajo nombres diversos: Roberto Hernández, Vicente González, Robert N. Alexander, Roberto Vicente Alejandres, o bien como Vicente Hernández. Cliente habitual de cárceles mexicanas y norteamericanas, no tardó en ser descubierto como un filón explotable por los reporteros, para quienes fue <>.

Periódicos como Excélsior y El Universal lo conocieron como El ladrón elegante, El ladrón invisible o El ladrón del cuarto amueblado, pues una de sus especialidades era el saqueo de casa de huéspedes. Quienes habían leído la hoy olvidada novela de E. W. Hornung, The Amateur Craksman -en la que un ladrón inglés de alta escuela se daba vuelo desplumando a la aristocracia-, o quienes habían visto la película interpretada por John Barrymore en 1917, preferían llamarlo El Raffles. La analogía resultaba evidente: al igual que el modelo original, Alexander vestía con elegancia, usaba brillantes en los dedos, hablaba inglés con soltura, era experto en el uso de disfraces -se confesaba actor fracasado-, y solía robar <>.

Aunque nunca compartió sus ganancias con nadie, su otro modelo fue Chucho el Roto. Como él, para estafar a sus víctimas solía disfrazarse de mujer o se fingía un rico comerciante extranjero. Uno de sus métodos consistía en cortejar muchachas de sociedad: luego de hacerse invitar a cenar en compañía de la familia, salía haciendo caravanas y llevándose consigo carteras, relojes, collares, cubiertos de plata y todo cuanto cupiera en sus bolsillos.

A finales de 1931, tras una novelesca serie de robos, detenciones y evasiones, Alexander engrosó la fiera población de la cárcel de Belén. El alcalde de la prisión, Alberto Cuevas, lo remitió al fondo de una galera cercada por rejas, cerraduras y candados, y vigilada las veinticuatro horas por varios centinelas <>. El Raffles soltó entonces una fanfarronada:

-No he de permanecer mucho tiempo en este sitio. En cuanto tenga oportunidad, me fugaré.

Tres meses más tarde cumplió su promesa. No se presentó a la lista. Lo buscaron en los patios, los baños y las celdas. Lo único que se supo fue que la tarde anterior había rematado entre los reclusos sus únicas pertenencias: un cepillo de dientes, un tubo de pasta dental y un cobertor mugriento.

A la mañana siguiente, escandalizaba Excélsior:

El habilísimo sujeto que ha copiado en la vida real las aventuras de Arsenio Lupin, con su claro talento y sus habilidades naturales [...] preparó una fuga digna de figurar en la literatura de un autor de novelas policiales [y desapareció] quién sabe a qué hora, de la prisión de Belén [...] Activamente lo buscaron por todas partes nubes de policías comisionados con este objeto. Pero no aparece por ninguna parte, y sólo se ha encontrado una pista, que parece la más probable y lógica: que logró levantar el vuelo en los campos de aviación de Balbuena a bordo de un aeroplano civil contratado al efecto.

Si sus robos ocupaban las planas principales de los diarios, su desaparición no se permitió menos. La ciudad se sacudió con las aventuras del nuevo Arsenio Lupin, mientras en Belén las cosas eran resueltas a la mexicana. El alcalde Cuevas entregó a los periodistas la cabeza de uno de los celadores, a quien acusó de haber facilitado la fuga a cambio de diez mil pesos. En tanto, informes recabados por Excélsior señalaron que, mientras el alcalde Cuevas se encolerizaba y la policía comenzaba a husmear en las esquinas de costumbre, Alexander se paseaba a todo lujo por Avenida Juárez, e incluso <>.

Lo que siguió sobrepasó lo imaginable. Meses después, cuando las autoridades se resignaban a aceptar una nueva derrota, un teléfono comenzó a sonar a mil kilómetros de distancia. La policía de Torreón estaba recibiendo un telefonema urgente: según una mujer, un perro guardián tenía entre las fauces la pantorrilla de cierto asaltante, al que había sorprendido al saltar los muros de una residencia. El ladrón fue conducido a la inspección de policía. Cuando iban a retratarlo para incluir su fotografía en la ficha de rigor, un agente lo descubrió flexionando levemente las rodillas, en un intento por simular menor estatura. La suerte de El Raffles había terminado.

DOS

Alexander se convirtió en pocos días en el hombre más célebre de Torreón. El presidente municipal y otros funcionarios lo visitaron en su celda para retratarse a su lado y posar en las <> de una película. Cientos de personas se agolparon a las puertas de la cárcel, con la esperanza de verlo. Anotaba uno de los corresponsales de Excélsior: <>.

De ahí en más, Alexander fue agasajado con un banquete en el que narró sus aventuras. Nuevas admiradoras llenaron su celda con flores, y <> pagó en un lujoso restaurante para que se le enviaran viandas y puros y bebidas. Las entrevistas se sucedían. Los reporteros lo asediaban. El Raffles miraba el horizonte lejano y murmuraba:

-La vida me convirtió en ladrón, pero quisiera una oportunidad para rehabilitarme y poder abandonar este camino de aventuras.

Otras veces entornaba los ojos, suspiraba teatralmente:

-¡Yo que jamás tuve miedo a los mejores policías, me doblegué ante un perro que me mordió la pantorrilla!

Cuando no se ponía soñador, se dejaba inflamar por un extraño socialismo:

-Yo, señores, sólo robo a los ricos.

Lo llevaron de vuelta a la capital, fuertemente custodiado. En la vieja estación de Colonia, y a las puertas de la Inspección de Policía, lo aguardaba una multitud deseosa de ovacionarlo. Los reporteros, que al principio se escandalizaban <>, también se sumaron el jolgorio. Excélsior cabeceó al día siguiente: <>.

-¿No llevaba un arma para acallar el can? -le preguntó uno de los reporteros.

-No, señor periodista -contestó gravemente el Raffles-. Yo jamás cargo arma alguna, porque lo que hago no quiero que se manche con la sangre de nadie.

Ante un auditorio embelesado -jueces, detectives, reporteros y gendarmes- Alexander mostró fotografías que ilustraban sobre su habilidad en el uso del disfraz: aquí, vestido de bailarín; allá, convertido en << (otra vez Excélsior). Algunas franjas de la prensa volvían a escandalizarse: <>.

-¿Cómo escapó de la cárcel? -le preguntaron al fin.

El Raffles narró entonces la historia que lo condujo, brevemente, a la gloria:

Había prometido escaparme y quise cumplir mi promesa. Después de desechar numerosos proyectos por considerarlos impracticables o peligrosos, di con el que necesitaba. Todos los días me puse a examinar son gran atención al celador encargado de mi galera. Se me quedó tan profundamente grabada su fisonomía, que me hubiera sido fácil hacer un retrato suyo. Mi idea era otra: adaptar a mi cara las facciones del celador, lo que para mí construía un juego de niños. Logré hacerme de algunas sustancias para poner en práctica el maquillaje, y tan pronto como las tuve, pretextando estar enfermo, me encerré en mi celda. Me bastó una hora para llevar a cabo el maquillaje. Me contemplé en un espejo y quedé satisfecho de mi obra. Si nos hubieran puesto al celador y a mí juntos, le habría sido muy difícil saber al alcalde cuál de los dos era el auténtico. Ya me había conseguido de antemano un uniforme de guardia, y después de colocármelo me aproveché de que el celador estaba distraído en el fondo de la galera, y salí sin precipitación hasta la puerta principal sin que ninguno de los guardias me impidiera el paso.

Era la misma técnica que medio siglo antes, en la misma prisión, había utilizado Chucho el Roto. El escándalo provocó que la cárcel de Belén fuera demolida meses más tarde. Alexander, por su parte, fue internado en la crujía A del Palacio de Lecumberri, en donde también se encontraba el asesino de Chinta Aznar, Pedro Alberto Gallegos.

-A lo mejor vuelvo a darles una sorpresa -dijo antes de ser encerrado.

Nunca la dio. En febrero de 1933, al lado de Gallegos, fue enviado a las Islas Marías. En la estación de Teoloyucan debió ver cómo el capitán Ignacio Vázquez aplicaba a Gallegos la ley fuga. Relata una crónica de Ana Luisa Luna: <>.

En 1934 el cineasta Gabriel Soria llevó a la pantalla la vida de Chucho el Roto. El destino de El Raffles no podía apartarse del de su maestro: en 1958 el director Alejandro Galindo, lector atento de la realidad, revivió las aventuras de Alexander en un filme protagonizado por el actor cubano Rafel Bertrand. Menos familiarizado con la nota roja, escribe a propósito de la película Emilio García Riera:

El Raffles mexicano fue imaginado por Alejandro Galindo tan flemático como el británico, muy hábil para disfrazarse, dotado de una modesta parafernalia (pequeño aparato fotográfico, proyector de diapositivas, estetoscopio con audífonos para abrir cajas fuertes y auto deportivo), muy fumador en sus robos, y con habilidades de guía de turistas (habla inglés). Además, tiene madera de bandido generoso y popular [...] El buen ritmo y la vivacidad de la película son muy de Galindo. Sin embargo, estas virtudes no salvan a un guión mal armado que hace inverosímil la escapatoria del héroe, pues hay que suponer en su disfraz una suerte de milagro. Quizá por eso, porque no se aceptan convenciones demasiado gruesas en un género, el policiaco, que hace necesarios el ingenio, la precisión y la verosimilitud, Raffles marchó bastante mal en taquilla.

La película fue estrenada el 10 de octubre de 1958 en el cine Palacio Chino. Probablemente para esa fecha, El Raffles había vuelto de las Islas; tal vez los productores de Alameda Films le procuraron algún dinero. Tal vez no.

Entre enero y marzo de 1989, la policía de Guadalajara recogió de la calle los cadáveres de al menos una docena de ancianos indigentes. Todos habían sido asesinados con una pistola calibre .32. Todos presentaban un tiro en la sien. El asesino no fue detenido. Se supo, sin embargo, que la tercera de sus víctimas se llamaba Roberto Vicente Alejandres Hernández, que tenía ochenta y nueve años de edad y que había pasado sus últimos años vagando en las calles, relatando extrañas aventuras.

Las vidas se trenzan. El último nudo se ató implacablemente. La vida de Chucho el Roto se había consumido en las sofocantes bartolinas de San Juan de Ulúa, entre el asedio de las ratas y los temblores de la fiebre amarilla; la vida de El Raffles, junto a una coladera, entre pilas de basura y los ladridos de los perros callejeros, los dos, maestro y alumno, lejos ya de esos quince minutos a los que todos, se asegura, alguna vez tenemos derecho en la vida.

posted by Pedro Díaz G. @ 8:54 AM0 comments

Baños Públicos/Clavel


Crónica de Baños Püblicos Masculinos

Ana Clavel
Para Héctor de Mauleón

Al parecer, el primer baño público masculino en la ciudad de México fue un mingitorio involuntario: una fuente situada en la calle que desde entonces se conoció como de la “Pila Seca” porque, según refiere Luis González Obregón, nunca dio agua. Fue construida por el virrey Marquina, hombre de poco talento cuya partida festejaron así sus enemigos:

Para perpetua memoria
nos dejó el Señor Marquina
una pila en que se orina;
y aquí se acaba su historia.

Pero la historia de los baños públicos masculinos aún no se ha escrito a pesar de que, en 1917, el artista francés Marcel Duchamp elevó un urinario de porcelana a la categoría de arte. Ese gesto —lúdico y transgresor— puede servirnos de punto de partida para emprender una incursión sui generis y sacar a luz rincones desconocidos de la ciudad de México —o sólo visibles para la mitad de sus habitantes.
Desde tarjas comunitarias cual bebederos de caballo, hasta receptáculos individuales que emergen como capullos porcelanizados de magnolias o alcatraces, la ciudad de México registra baños públicos masculinos verdaderamente peculiares.
En pleno corazón del centro se encuentra El Gallo de Oro (Venustiano Carranza y Bolívar), cantina fundada en 1874, cuyas remodelaciones han sabido conservar una sección de baños que son una espléndida fantasía orientalista: azulejos mudéjares de la época de don Porfirio sirven de marco a urinarios sin pedestal, semejantes a nichos que se extienden hasta el suelo. En ésta, como también en La Puerta del Sol (5 de Mayo y Palma) y muchos otros salones y restaurantes que no poseen modernos sistemas de desagüe con vigilantes lectores ópticos, se acostumbra depositar en el interior de los mingitorios trozos o cubos de hielo para evitar el desperdicio de agua. Los parroquianos suelen entretenerse jugando al tiro al blanco especialmente cuando hay rodajas de limón o bolitas de naftalina a modo de desodorante, o esculpiendo figuras en el hielo. (Pero si se trata de recuperar el tiempo perdido, un restaurante como el Seps de Tamaulipas, en Condesa, ofrece la primera plana de los periódicos de mayor circulación en mamparas colocadas frente a los usuarios de sus urinarios sesenteros estilo 2001: Odisea del espacio.)
Ya en el catálogo de 1888 de la firma de fontanería Mott de Nueva York era evidente la preocupación por dar privacía a cada urinario a través de divisiones y compartimentos. Esta vertiente de mingitorios “privados” se consigue en muchos sitios mediante la colocación de angostos canceles que permiten a cada usuario concentrarse en su tarea (baños del Auditorio Nacional), o distraerse admirando el diseño ultramoderno, circular, en acero inoxidable de un espacio abigarrado como el del restaurante Melee de Pabellón Polanco.
A diferencia de los receptáculos porcelanizados individuales, las tarjas metálicas o piletas de cemento comunitarias establecen una curiosa dinámica de socialización: todo mundo sabe lo que se trae entre manos pero nadie osa meterse en los asuntos del otro. Un caso extremo es la pulquería 60 Colorado (2ª de Roldán y Manzanares), visitada por estibadores, albañiles y trabajadores del barrio de la Alhóndiga, cuyo mingitorio se encuentra a un lado de la entrada principal, a la vista de todos los presentes, justo debajo de un mensaje escrito en la pared que reza sin tapujos: “$1.00 la miada para coperación de las flores de la Virgen. Gracias”.
Otra variante inusitada es la que se presenta en salones de larga existencia como el bar Mancera (Venustiano Carranza 49) y la Guadalupana de Coyoacán, en los que al pie de la barra todavía se extiende una canaleta que desaguaba fuera del establecimiento y cuya función original muy pocos conocen: un mingitorio comunitario de modo que, después de un par de tragos, los parroquianos se bajaban la bragueta sólo preocupándose de no salpicar. Por supuesto, eran tiempos de otro tipo de controles de sanidad y sobre todo, tiempos en los que las mujeres tenían prohibida la entrada a las cantinas.
Tal vez muchos hombres lo ignoran, pero el acto de orinar de pie no es común en todos los rincones del orbe. Ni los japoneses ni los musulmanes conocían el inodoro y mucho menos el mingitorio —al menos hasta su occidentalización— pues adoptaban una posición en cuclillas. Y cuando uno descubre un urinario como el del Museo del Chopo, con un grafitti que grita desde la pared de mosaicos “Todos somos chingones”, cabe la reflexión de si, más allá de razones prácticas y por comodidad, el uso de urinarios en Occidente no tendrá que ver con una virilidad masculina que se envanece de sí misma y se jacta de su poderío —aunque no falte en la misma leyenda el desliz jocoso de una mano marginal que corrige el “todos” por un “todas” de ambigua filiación.
De todos los lugares visitados, los baños del Teatro del Palacio de Bellas Artes son dignos de especial mención. Entre elegantes muros de mármol negro brotan blanquísimos los mingitorios cual capullos de flores, a los que llegué por la frase con que me los describió un amigo: “Estar frente a ellos es como tener la tentación de cometer un deleitable ilícito...” Y sí, en su calidad de fuentes o matrices receptoras, estos urinarios de los años veinte son sensuales artefactos de una porcelana acariciante e hipnótica. Así pues, en la ciudad de México florecen y se conservan especímenes de baños públicos masculinos que van desde lo meramente utilitario hasta formas pintorescas y otros más que no se cansan de despertar la imaginación.

posted by Pedro Díaz G. @ 8:41 AM0 comments

Donde todo sucede

Sitio en construcción.
Es para la ciudad de México.
posted by Pedro Díaz G. @ 8:12 AM

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